El último piso I corto II

Daniel Fernández


Mientras caía, decidió contar cada uno de los pisos en los que había vivido, casi uno cada dos años en promedio. Al principio se hizo difícil la cuenta, tenía que mirar hacia un lado y el otro, pero luego, cuando estaba a medio camino de la tierra, solo contó en un lado.

La etapa final del edificio comenzó hace más de cien años, cuando Adán vivía ya en la última planta, o a lo que llamaban en ese momento “última planta”. El sueño de Adán siempre fue vivir allí, con la mejor vista que se pudiera tener. Así, cuando el alcalde cortó la cinta para inaugurar el edificio más grande nunca antes construido en la ciudad, Adán decidió comprar un apartamento con vista a la bahía, lo más alto considerando que el ático no estaba terminado.

El primer año dejó de escuchar el ruido de la construcción, por lo que pensó que estaban a punto de terminar, pero no dejaba de ver las grúas moverse por todo el sitio, y a los trabajadores acarreando material. Pensó en el ático como una obra de arte, como un cuadro pintado por el arquitecto, poniendo su firma en la parte más alta y dejándolo reposar entre las interminables pinturas de algún museo.

Una tarde subió y se enteró de que su apartamento estaba lejos de ser el más alto. Ahora, la propiedad más alta del edificio pertenecía a una familia, hace dos meses y seis pisos más arriba. Ante la situación, puso en venta su propiedad amoblada, mientras esperaba que se construyera el último piso. La venta se hizo antes que se terminara su nueva compra, así que decidió vivir un par de días en un callejón cercano. No durmió mucho esos días, no por la calle, sino porque sintió algunos temblores bajo sus pies: todas las noches el piso se sacudía como si hubiera un animal revolcándose en medio de la tierra, un topo gigante haciendo crecer el edificio hacia abajo o tratando de acomodar el sueño.

Esos días estuvo a punto de ser despedirlo, a punto de ir a la cárcel, y a punto de que un hombre lo arrollara creyendo que era un perro que lo había atacado hace algunos días (el perro a esas alturas había sido atropellado por otro y estaba a punto de morir).

A la inauguración del nuevo apartamento vino Carla, entre mucha gente de la oficina —nadie conocido, solo gente para hacer bulto. Esa noche Carla se quedó, y luego muchas noches más. Se instaló entre los muebles, se acomodó un poco al espacio. Vivió lo que pudo en el apartamento, hasta que de regreso de una vacación individual, se encontró el apartamento vacío, en el que solo encontró a Adán.

—Tenemos que subir —sentenció él—, ocho pisos más arriba está nuestro lugar.

Carla lo miró desde el otro lado del apartamento con la boca bien abierta. Sintió la estela de su olor cuando pasó a su lado y su nariz no se despegó del perfume de él, ni mucho tiempo ni muchos pisos más arriba.

Las paredes hace dos días habían sido tapiadas por los nuevos muros del edificio, destinados a soportar su tamaño y peso en crecimiento, los pilares de las bases reforzados a través de un nuevo sistema de construcción; era una adición a las bases, como un ancla. Por otro lado, el modelo exterior del edificio debía cambiar, había que ajustarse a las nuevas corrientes arquitectónicas. Adán había pensado lo mismo. Nuevamente vendió los muebles y se dirigió al último piso a comparar el nuevo apartamento: una muestra de post vanguardismo arquitectónico —del grupo de “la muerte de la arquitectura”—, mezclado con las últimas tendencias tecnológicas, para hacer más confortable su paso por el mundo, decía la nueva publicidad inmobiliaria.

Hace cincuenta años comenzó a edificarse el “Gemelo Menor”, con lo que se pretendía que familias enteras y generaciones vivieran en ambos edificios, permaneciendo en el “Gemelo Mayor” las generaciones más antiguas. Junto con el rediseño y construcción de las constantes paredes exteriores del más antiguo, se añadieron túneles en altura que cruzaran del Menor al Mayor y viceversa. Adán y Carla ya vivían juntos, en lo que había dejado de ser el piso más alto de la ciudad, y sus hijos se mudaban al Menor en cuestión de horas. Esa fue la tarde en que ambos decidieron comprar el último piso del edificio de enfrente.

La construcción del edificio más antiguo se había detenido por falta de presupuesto y decidieron intercambiarles el nombre. Con el antiguo detenido y el nuevo con dos pisos más de altura, y sin planes de reestructuración, Adán pensó que había llegado al final del viaje. Compraron dos mecedoras y se sentaron a ver el paisaje. Tres años después estaban saltando de un edificio a otro cada seis meses dejando que ayudaran en la mudanza los hijos, los nietos y próximamente el primer bisnieto. Hubo noches en que tuvieron que dormir en los pasillos, las distancias que había que recorrer se hacían más largas cada vez. La piezas que conformaban cada uno de los lugares donde habían vivido los seguían, solo faltaban los caballos, los camellos y el desierto para llamarlos Beduinos.

Oficialmente no hubo más presupuesto para seguir con la construcción. Se declaró terminada la obra. Por esos mismos días, Carla murió de muerte natural. Al funeral asistieron principalmente los nietos —no quedaba ningún hijo. Así, Adán decidió terminar el edificio, empezando por la tumba de Carla. Subió materiales por días, con las carnes colgando como los cables del edificio, arrastrando los pasos por las escaleras, muchos ascensores ya no funcionaban.

Trabajó dos años hasta que el agua empezó a inundar cada rincón. Las nubes hicieron lo suyo, al igual que los nuevos pájaros que habían aparecido. Se detenía algunas veces a descansar, y con él, casi todos los males. Pero entonces, a falta de agua, nubes y pájaros, el viento hacía lo suyo. Hasta que un día se dejó vencer por todos, hasta por la altura, y cayó.

En el asfalto hay una pequeña placa, a medio tapar por el tránsito, que ya no se distingue muy bien. Hoy tropecé con ella, hice un reclamo y mañana la quitan. Hace tiempo que dinamitaron al Mayor y al Menor.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Disfruté mucho de esta lectura, a pesar de la... ¿tristeza? que hay entre sus líneas, la verdad es que fue una muy tranquila, relajada.

¡Gracias!

Z.-

Anónimo dijo...

Ojalá que haya sido tan tranquilo y relajado como estar un par de segundos en una tina con agua transparente y tibia.
Me gusta que te guste.
De nada!

Anónimo dijo...

Quise decir... un par de segundos bajo el agua transparente... jjejejejejeje

Anónimo dijo...

Me gusta como escribes. Podrías trabarlo más, pero, claro, para un post... seguro lo trabajas para un libro.
saludos.

Anónimo dijo...

Perdón, en el anterior comentario quise decir "trabajarlo más" y no "trabarlo más". Yo como que también tengo que trabajar más mis comentarios ;-)
Y mi nombre, que no puse antes, es Pedro A.

Anónimo dijo...

Gracias...
Y nada de libros, con suerte he escrito algunos cuentos... y sí, lo viste bien, este es un relato mucho más largo.
En todo caso no es mala idea eso de preparar un libro...