Maria Paula Pulido
Turquía, un lugar exótico, de sultanes y harem, de alfombras voladoras, espadas curvas, de hombres barbudos y con turbantes, de mujeres con velos, bazares, especias, derviches y kebaps. Así me la imaginaba.
Estaba en mi lista de viajes por hacer algún día, y luego de conocer y hacer amistad con una muchacha turca, se hizo efectivamente más factible ir a explorar esos parajes. Un día decidí aceptar su invitación y fui a su casa, en Estambul.
La ciudad de Estambul se reparte entre dos continentes. Está dividida, y unida, por el Bósforo, un canal que separa Europa de Asia, y a su vez conecta el Mar Negro con el Mediterráneo. El Bósforo es una de las vías fluviales más transitadas del mundo, y centro imprescindible de la vida de Estambul. Barcos pequeños, grandes y medianos lo recorren en distintas direcciones, a todas horas, y varias de sus islas sirven de refugio veraniego a los habitantes de la ciudad. Es una urbe que vive de cara al mar.
Uno de los principales modos para moverse son los barcos, que cruzan, incansables, y con las entrañas repletas de gente, el Bósforo y el Cuerno de Oro, una entrada de mar en el lado europeo de la ciudad.
Una tarde, montada en la cubierta de uno de estos botes y rodeada de la gente que volvía de sus trabajos —trajes de última moda, corbatas, maletines y mujeres con tacones—, pensé que era un lujo poder hacer ese trayecto todos los días, romper la rutina y el ritmo acelerado de la ciudad en el paréntesis de este viaje de unos 15 minutos. Respirar el aire salado del mar, ver la silueta de la ciudad con los minaretes de las mezquitas sobresaliendo, escuchar el sonido del agua golpeando el barco, acostumbrarse al ritmo lento de su movimiento y ver las gaviotas que vuelan acompañándolo. ¡Qué afortunados! Este debe ser un pueblo más sano mentalmente que muchos de sus congéneres en otras urbes del planeta.
Vi muchos hombres pescando, viejos y jóvenes, en cualquier lugar con acceso al mar, y sin importar la hora. Algunas mujeres llevaban velo y otras no, pues en la ciudad las costumbres son un poco más relajadas. En los pequeños cafés la gente se reunía a pasar el tiempo con juegos de mesa. El vendedor de alfombras mareaba a los turistas en Sultanhamed, el barrio de las principales atracciones. Hablan todos los idiomas, o al menos lo necesario para vender las alfombras. Y tienen buena memoria. El mismo individuo que se me acercó el primer día, me reconoció dos días después. “¡Venezuela!”, me gritó, y esa vez si me convenció de ir a su tienda y aceptar un té. Me mostró un montón de alfombras y me explicó la diferencia con los Kilim, que son más sencillos y con menos nudos, aunque igual de espectaculares. Fue extremadamente amable aunque no le compré nada.
Desde los minaretes sonaban los cantos llamando a oración, una disonancia parecida a como suenan las campanas de las iglesias en los pueblos de mi país. Era un sonido hipnotizante. Afuera de las mezquitas los hombres se lavaban los pies y los antebrazos. Está prohibido entrar con zapatos. Los turistas pueden visitarlas cuando no hay oración, deben pasar por una puerta secundaria, y las mujeres tienen que cubrirse la cabeza. Adentro, siempre había gente orando en dirección a la Meca, las mujeres en la parte de atrás y los hombres en el centro, bajo unas lámparas impresionantes. Son hermosas esas mezquitas. Las más conocidas en Estambul son la del Sultán Ahmet o Mezquita Azul, y la Mezquita de Suleimán. Aya Sofía, quizás la más famosa, ya no es una mezquita. Era catedral y luego mezquita, o al revés, pero ahora es un museo. Tiene unos mosaicos de su época de templo cristiano, antiquísimos, que son espectaculares, y el domo lo deja a uno sin aliento.
El comercio es otra cosa. En la callecitas angostas y retorcidas de la ciudad antigua, las tiendas estaban organizadas por zonas: la zona de las ferreterías, la de las telas, la de las ollas y cosas metálicas, la de las cestas y la de las cosas plásticas. En el famoso Gran Bazar este orden no era tan discernible, aunque en la zona más antigua del Bazar, que tiene varios siglos igual, están las joyerías. Un mundo de brillos y piedras que contrastaban con los colores de los otros puestos, cubiertos de telas, lámparas, alfombras, ojos turcos (hay que poner uno en la entrada de la casa para protegerse del mal de ojo), y gente comprando y vendiendo. En el mercado hay que regatear, pero cuidado, si se regatea y se llega a un acuerdo, se debe comprar. Es de muy mala educación arrepentirse después de negociar y acordar un precio.
Istiklal Caddesi, la principal calle comercial de la ciudad más moderna, es peatonal y se asemeja mucho a cualquiera de las ciudades europeas como Madrid o París. Un tranvía pasa por el medio y la recorre entera. Allí estaban las tiendas más lujosas, los restaurantes de moda y los sitios nocturnos, aunque saliéndose tan sólo una cuadra mas allá, uno se podía encontrar con un pequeño mercado de hortalizas y pescado fresco, o los tradicionales locales donde se toma té, se fuma tabaco aromatizado en un narguile o se juega algo muy parecido a las damas.
La ciudad es como su Gran Bazar, acelerada y caótica, lenta y relajada. De contradicciones constantes, se mezclan en su interior lo antiguo y lo moderno, lo oriental y lo occidental, lo laico y lo religioso, sin límites ni márgenes, todo junto y sin molestarse, formando esa amalgama, ese rompecabezas, llamado Estambul.
Estaba en mi lista de viajes por hacer algún día, y luego de conocer y hacer amistad con una muchacha turca, se hizo efectivamente más factible ir a explorar esos parajes. Un día decidí aceptar su invitación y fui a su casa, en Estambul.
La ciudad de Estambul se reparte entre dos continentes. Está dividida, y unida, por el Bósforo, un canal que separa Europa de Asia, y a su vez conecta el Mar Negro con el Mediterráneo. El Bósforo es una de las vías fluviales más transitadas del mundo, y centro imprescindible de la vida de Estambul. Barcos pequeños, grandes y medianos lo recorren en distintas direcciones, a todas horas, y varias de sus islas sirven de refugio veraniego a los habitantes de la ciudad. Es una urbe que vive de cara al mar.
Uno de los principales modos para moverse son los barcos, que cruzan, incansables, y con las entrañas repletas de gente, el Bósforo y el Cuerno de Oro, una entrada de mar en el lado europeo de la ciudad.
Una tarde, montada en la cubierta de uno de estos botes y rodeada de la gente que volvía de sus trabajos —trajes de última moda, corbatas, maletines y mujeres con tacones—, pensé que era un lujo poder hacer ese trayecto todos los días, romper la rutina y el ritmo acelerado de la ciudad en el paréntesis de este viaje de unos 15 minutos. Respirar el aire salado del mar, ver la silueta de la ciudad con los minaretes de las mezquitas sobresaliendo, escuchar el sonido del agua golpeando el barco, acostumbrarse al ritmo lento de su movimiento y ver las gaviotas que vuelan acompañándolo. ¡Qué afortunados! Este debe ser un pueblo más sano mentalmente que muchos de sus congéneres en otras urbes del planeta.
Vi muchos hombres pescando, viejos y jóvenes, en cualquier lugar con acceso al mar, y sin importar la hora. Algunas mujeres llevaban velo y otras no, pues en la ciudad las costumbres son un poco más relajadas. En los pequeños cafés la gente se reunía a pasar el tiempo con juegos de mesa. El vendedor de alfombras mareaba a los turistas en Sultanhamed, el barrio de las principales atracciones. Hablan todos los idiomas, o al menos lo necesario para vender las alfombras. Y tienen buena memoria. El mismo individuo que se me acercó el primer día, me reconoció dos días después. “¡Venezuela!”, me gritó, y esa vez si me convenció de ir a su tienda y aceptar un té. Me mostró un montón de alfombras y me explicó la diferencia con los Kilim, que son más sencillos y con menos nudos, aunque igual de espectaculares. Fue extremadamente amable aunque no le compré nada.
Desde los minaretes sonaban los cantos llamando a oración, una disonancia parecida a como suenan las campanas de las iglesias en los pueblos de mi país. Era un sonido hipnotizante. Afuera de las mezquitas los hombres se lavaban los pies y los antebrazos. Está prohibido entrar con zapatos. Los turistas pueden visitarlas cuando no hay oración, deben pasar por una puerta secundaria, y las mujeres tienen que cubrirse la cabeza. Adentro, siempre había gente orando en dirección a la Meca, las mujeres en la parte de atrás y los hombres en el centro, bajo unas lámparas impresionantes. Son hermosas esas mezquitas. Las más conocidas en Estambul son la del Sultán Ahmet o Mezquita Azul, y la Mezquita de Suleimán. Aya Sofía, quizás la más famosa, ya no es una mezquita. Era catedral y luego mezquita, o al revés, pero ahora es un museo. Tiene unos mosaicos de su época de templo cristiano, antiquísimos, que son espectaculares, y el domo lo deja a uno sin aliento.
El comercio es otra cosa. En la callecitas angostas y retorcidas de la ciudad antigua, las tiendas estaban organizadas por zonas: la zona de las ferreterías, la de las telas, la de las ollas y cosas metálicas, la de las cestas y la de las cosas plásticas. En el famoso Gran Bazar este orden no era tan discernible, aunque en la zona más antigua del Bazar, que tiene varios siglos igual, están las joyerías. Un mundo de brillos y piedras que contrastaban con los colores de los otros puestos, cubiertos de telas, lámparas, alfombras, ojos turcos (hay que poner uno en la entrada de la casa para protegerse del mal de ojo), y gente comprando y vendiendo. En el mercado hay que regatear, pero cuidado, si se regatea y se llega a un acuerdo, se debe comprar. Es de muy mala educación arrepentirse después de negociar y acordar un precio.
Istiklal Caddesi, la principal calle comercial de la ciudad más moderna, es peatonal y se asemeja mucho a cualquiera de las ciudades europeas como Madrid o París. Un tranvía pasa por el medio y la recorre entera. Allí estaban las tiendas más lujosas, los restaurantes de moda y los sitios nocturnos, aunque saliéndose tan sólo una cuadra mas allá, uno se podía encontrar con un pequeño mercado de hortalizas y pescado fresco, o los tradicionales locales donde se toma té, se fuma tabaco aromatizado en un narguile o se juega algo muy parecido a las damas.
La ciudad es como su Gran Bazar, acelerada y caótica, lenta y relajada. De contradicciones constantes, se mezclan en su interior lo antiguo y lo moderno, lo oriental y lo occidental, lo laico y lo religioso, sin límites ni márgenes, todo junto y sin molestarse, formando esa amalgama, ese rompecabezas, llamado Estambul.
2 comentarios:
GRAcias por hacerme viajar por una ciudad nueva... Leida mil veces pero nunca visitada... Podía casi caminar por sus calles... oler y sentir todo aquello con exactitud, con una presición propia de una bitácora de viaje de alguien acostumbrado a redactar... a compartir...
Gracias.
Me encanto leer este relto de una ciudad la cual mantengo en mi lista de "Lugares que visitar antes de morir" Que increible de verdad l mezcla tan diversa de costumbres y formas de vida... Cuantos dias duro tu estadia? y me gustaria saber si se trata una ciudad segura.
felicidades!
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