1) No era él un arquitecto cualquiera. No era uno más de los vanguardistas, de los experimentales, de los osados, de los geniales, de los locos. No, iba aún más allá que todo eso, era el único en su especie: el neoarquitecto, el padre de la neoarquitectura. La arquitectura universal estaría condenada a dividirse, así de simple, en Antes de Él y Después de Él. Un orgullo nacional, una referencia para la humanidad. Así que le encomendaron a manos abiertas y a fondo perdido la construcción de su mayor obra arquitectónica. Un dibujo libre a pintar en el espacio en blanco donde mejor le viniera en gana y con los materiales que dispusiera. “Hazle un regalo a tu patria que sea a la vez un regalo para ti mismo”, así habló el presidente, le palmeó la espalda y todos aplaudieron. Aplaudimos, que yo también, hasta que se me pusieron las manos rojo fuego.
La construcción estuvo vetada, era un secreto nacional, enormes telas opacas de centenares de metros de longitud sostenidas por grúas y helicópteros la ocultaban desde cualquier punto de vista. El día de la inauguración las telas fueron recogidas. La gente se acercaba y se iba poniendo más y más nerviosa. Los comentarios silbaban como hojillas vueltas susurro. Pero nadie se atrevía a levantar la voz, a decir en buenos decibelios lo que todos estaban pensando: qué obra era esa, dónde estaba el edificio. Porque lo que había era un hueco de nada, un vacío, un agujero monumental sobre una explanada absolutamente llana. No había ni un bloque sobre otro, ni un cristal del tamaño de un monóculo, ni una miserable columna de yeso o astilla partida a la mitad. No había nada. Así que cuando llegaron el presidente y su comitiva en sus autos blindados negros se estacionaron frente a aquel vacío. Y el presidente miró al infinito, lo atravesó con cara de conocedor y felicitó al arquitecto conceptual por su obra conceptual y le palmeó la espalda y sonrieron todos y nosotros aplaudimos aunque ahora sin tantas ganas. Los funcionarios de protocolo colocaron la cinta tricolor justo en donde el neoarquitecto dijo que quedaba la entrada y la sostuvieron ellos mismos porque no había de dónde amarrarla. Le entregaron las tijeras al presidente que con expresión solemne lanzó un tijeretazo prodigioso que blandamente echó las dos mitades de cinta a tierra. Nadie se percató, nadie, de que con las cintas se venía abajo también una de las vigas principales de la estructura. Cayó de lleno sobre la cabeza del presidente y el reguero salpicó al público hasta la tercera fila.
La obra permaneció cerrada hasta esta mañana. Clausurada hasta que se recogieron los últimos escombros de la fachada. Prohibida hasta que se colocó en su justo lugar la viga asesina y se colgó de ella al arquitecto sentenciado por magnicidio.
Cuando dio la última patada de ahorcado la gente aplaudió. Yo también, un montón, hasta fracturarme dos dedos.
2) Al arquitecto siempre le habían llamado la atención las pintadas en las paredes, los grafittis y las cosas raras que la gente escribe en las puertas de los baños públicos mientras termina de hacer lo que vino a hacer sobre la taza del excusado. Se fascinaba y se obsesionaba como si todo aquello le estuviera murmurando un mensaje superior que sólo él sería capaz de descifrar. Algún día comprendería. Y llegó, legó el día en que lo entendió todo. Porque todo se conectaba. Todo era parte de una misma historia que estaban escribiendo sin saberlo todos aquellos que rayaban sobre las paredes y puertas y techos dejando marcas y cicatrices en la superficie de la ciudad. Una obra absoluta que se escribía, se pintaba, se rescribía y se redimensionaba cada vez que alguien dejaba un trazo en la epidermis. Lo único que tenía -y podía- hacer él era recortar los tatuajes, ponerlos en orden, reconstruir el cuento en un solo cuerpo. Era más una labor de costurera que de arquitecto, un asunto de coser más que de diseñar. Sin embargo se dedicó a cortar y pegar, a buscar la frase exacta de aquél baño de mujeres del bar que le iba perfecta al dibujo bajo el puente. Y el graffiti bajo el puente no estaba completo sin lo que le escribieron al sádico en el muro del colegio de señoritas. Y la pintada de ese muro no significaba todo lo que podía sin lo que rayó aquel estudiante de ingeniería en el pupitre para zurdos del quinto piso de la universidad. Había que despedazarlo todo, sacarlo de sitio, volverlo a juntar en donde siempre debió estar, tejerlo en un lugar de donde sin saberlo se había fugado.
La obra del arquitecto se convirtió en el penetrable más grande del mundo. Y cuando murió el autor –dicen que frisado dentro de la estructura pues su cuerpo no se encontró jamás- la gente de libre iniciativa lo siguió construyendo. Se aparecían en las puertas con pedazos de mundo, trozos de cualquier cosa traídos de quién sabe dónde, se despedían de sus familiares y amigos, entraban sin mirar atrás y de allí no salían nunca más.
Las autoridades clausuraron el lugar porque aquel edificio se consideró una casa de locos, un manicomio titánico. Entenderlo todo es un tipo abominable de locura, dijeron. Era un asunto de seguridad social, de sanidad mental, así que bloquearon los accesos con un muro aún más grande que aquel que alguna vez dividió a Berlín. El manicomio pasó a ser una prisión, una de psicóticos peligrosos condenados por libre elección a cadena perpetua.
Afuera, hoy día, los transeúntes escuchan ruidos. Cosas que se caen, cosas que se desgarran, golpes, derrumbes, fracturas, desmoronamientos, gritos, risas. Son los locos que se caen a cuentos, dicen, que se andan inventando historias.
http://joseurriola.blogspot.com/
La construcción estuvo vetada, era un secreto nacional, enormes telas opacas de centenares de metros de longitud sostenidas por grúas y helicópteros la ocultaban desde cualquier punto de vista. El día de la inauguración las telas fueron recogidas. La gente se acercaba y se iba poniendo más y más nerviosa. Los comentarios silbaban como hojillas vueltas susurro. Pero nadie se atrevía a levantar la voz, a decir en buenos decibelios lo que todos estaban pensando: qué obra era esa, dónde estaba el edificio. Porque lo que había era un hueco de nada, un vacío, un agujero monumental sobre una explanada absolutamente llana. No había ni un bloque sobre otro, ni un cristal del tamaño de un monóculo, ni una miserable columna de yeso o astilla partida a la mitad. No había nada. Así que cuando llegaron el presidente y su comitiva en sus autos blindados negros se estacionaron frente a aquel vacío. Y el presidente miró al infinito, lo atravesó con cara de conocedor y felicitó al arquitecto conceptual por su obra conceptual y le palmeó la espalda y sonrieron todos y nosotros aplaudimos aunque ahora sin tantas ganas. Los funcionarios de protocolo colocaron la cinta tricolor justo en donde el neoarquitecto dijo que quedaba la entrada y la sostuvieron ellos mismos porque no había de dónde amarrarla. Le entregaron las tijeras al presidente que con expresión solemne lanzó un tijeretazo prodigioso que blandamente echó las dos mitades de cinta a tierra. Nadie se percató, nadie, de que con las cintas se venía abajo también una de las vigas principales de la estructura. Cayó de lleno sobre la cabeza del presidente y el reguero salpicó al público hasta la tercera fila.
La obra permaneció cerrada hasta esta mañana. Clausurada hasta que se recogieron los últimos escombros de la fachada. Prohibida hasta que se colocó en su justo lugar la viga asesina y se colgó de ella al arquitecto sentenciado por magnicidio.
Cuando dio la última patada de ahorcado la gente aplaudió. Yo también, un montón, hasta fracturarme dos dedos.
2) Al arquitecto siempre le habían llamado la atención las pintadas en las paredes, los grafittis y las cosas raras que la gente escribe en las puertas de los baños públicos mientras termina de hacer lo que vino a hacer sobre la taza del excusado. Se fascinaba y se obsesionaba como si todo aquello le estuviera murmurando un mensaje superior que sólo él sería capaz de descifrar. Algún día comprendería. Y llegó, legó el día en que lo entendió todo. Porque todo se conectaba. Todo era parte de una misma historia que estaban escribiendo sin saberlo todos aquellos que rayaban sobre las paredes y puertas y techos dejando marcas y cicatrices en la superficie de la ciudad. Una obra absoluta que se escribía, se pintaba, se rescribía y se redimensionaba cada vez que alguien dejaba un trazo en la epidermis. Lo único que tenía -y podía- hacer él era recortar los tatuajes, ponerlos en orden, reconstruir el cuento en un solo cuerpo. Era más una labor de costurera que de arquitecto, un asunto de coser más que de diseñar. Sin embargo se dedicó a cortar y pegar, a buscar la frase exacta de aquél baño de mujeres del bar que le iba perfecta al dibujo bajo el puente. Y el graffiti bajo el puente no estaba completo sin lo que le escribieron al sádico en el muro del colegio de señoritas. Y la pintada de ese muro no significaba todo lo que podía sin lo que rayó aquel estudiante de ingeniería en el pupitre para zurdos del quinto piso de la universidad. Había que despedazarlo todo, sacarlo de sitio, volverlo a juntar en donde siempre debió estar, tejerlo en un lugar de donde sin saberlo se había fugado.
La obra del arquitecto se convirtió en el penetrable más grande del mundo. Y cuando murió el autor –dicen que frisado dentro de la estructura pues su cuerpo no se encontró jamás- la gente de libre iniciativa lo siguió construyendo. Se aparecían en las puertas con pedazos de mundo, trozos de cualquier cosa traídos de quién sabe dónde, se despedían de sus familiares y amigos, entraban sin mirar atrás y de allí no salían nunca más.
Las autoridades clausuraron el lugar porque aquel edificio se consideró una casa de locos, un manicomio titánico. Entenderlo todo es un tipo abominable de locura, dijeron. Era un asunto de seguridad social, de sanidad mental, así que bloquearon los accesos con un muro aún más grande que aquel que alguna vez dividió a Berlín. El manicomio pasó a ser una prisión, una de psicóticos peligrosos condenados por libre elección a cadena perpetua.
Afuera, hoy día, los transeúntes escuchan ruidos. Cosas que se caen, cosas que se desgarran, golpes, derrumbes, fracturas, desmoronamientos, gritos, risas. Son los locos que se caen a cuentos, dicen, que se andan inventando historias.
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3 comentarios:
Ya lo sabes pero, aún así, te lo digo: que molas mucho tú, tus cuentos y casi todas tus ideas...
Ja!
De verdad cómo harás para llegar siempre a puerto seguro con estas ideas que rozan lo genial y lo mamarracho todo a la vez.
¡Brillante y terrible!, como en tu trabajo aquel de diciembre; ¿Todo un ejemplo de Oxímoron ?
Felicitaciones. Tu amigo,C.Casano.
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