Rectángulo áureo

Marianne Díaz Hernández




(Para alguien que es áureo y no lo sabe)


Ella tenía las proporciones perfectas. Sus piernas larguísimas, como talladas columnas de mármol, poseían el diámetro exacto para balancear sus caderas, trazadas a compás, que se cerraban en aquella cintura milimétrica, capitel del pecado capital.

Cada tarde la veía recorrer con paso decidido la oficina, marcando el suelo con el sonido de sus tacones, con un ritmo de suave martillar. Cada vez que pasaba frente a mi puerta yo soñaba traspasar el dintel de la suya, que nunca había visto, oculta tras el suave cortinaje de sus faldas de seda y sus medias veladas –aquel anacronismo de la moda con el que ella, sin embargo, seguía cubriendo sus perfectas extremidades.

Me desconcentraba de mi trabajo y me impedía seguir con mis obligaciones. Y mientras ella deambulaba de un lado a otro, a veces volviendo tras sus pasos con un leve correteo, como si hubiera olvidado algo, me daba la impresión de ser una ciudad. No como Dubai, demasiado plagada de artificios, no como París, que siempre me pareció sobreproducida y con exceso de romance. Una ciudad que tuviera edificios antiguos y sólidos, una cuya belleza no pasara con las modas, que fuera eterna, quizás con un toque de resignación. No Nueva York ni Chicago; no Londres con su impecable serenidad, ni Caracas con su caos minucioso. Pensando en ello me quedaba, lápiz en mano, suspendida en el aire la curva del plano que estuviera trazando, sin saber dónde poner la cota para dar por terminado un trazo cualquiera. Ella me hacía olvidar si era una quinta o un centro comercial lo que estaba planificando, se me iba la línea tras sus pasos telúricos por el pasillo de la consultora.

Nunca me atreví a intentar nada con ella. Tenía en mi haber un matrimonio sólido como un castillo de piedra –aburrido como un castillo de piedra- y con mi vida construida sobre esos cimientos, no podía darme el lujo de una amante sísmica que estremeciera las bases de mi (¿feliz?) vida conyugal y me hiciera correr el riesgo de tener que reparar las grietas ocasionadas por ese estremecimiento.

Una vez, después de varios años de confundirme los planos con sus paseos vespertinos por la oficina, la vi pasar llorando. Iba disimulando sus sollozos, cubriéndose el rostro con una mano, pero la réplica del terremoto se le notaba en las caderas y en la espalda, temblorosas, inestables. Entonces supe que la habían despedido. Una especie de recorte de personal del que yo ni me había enterado, me expropiaba de su presencia. A ella, y a las tres secretarias de la Gerencia, las reemplazaron con una venerable señora cuya sonrisa torcida había conocido mejores tiempos –quería creer-, una cincuentona impecable y eficiente que se me daba un aire a Washington DC. Me sentí como si hubieran demolido la casa de mis juegos de infancia para construir un Home Depot.

Pasó el tiempo —el tiempo, ese tsunami que nada perdona— y luego de una eternidad la vi de nuevo, en una calle cualquiera. Apenas entonces comprendí. De sus proporciones áureas sólo quedaban las ruinas, como una Habana devastada que sólo es el triste recuerdo de la maravilla arquitectónica que fue alguna vez.



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