El Bestia Temblor contra el Vórtice Huracano

Fedosy Santaella




El Bestia Temblor, ahí viene el Bestia Temblor. Está en una calle, en la vieja calle Lanceros de Puerto Cabello, la recorre, descubre a su víctima y la ataca. Es una casa, una tan antigua como la calle Lanceros. La casa se estremece, y el Bestia Temblor le clava las garras desde la base y la levanta. La casa, empalada, aprieta las puertas y cierra las ventanas.

—Tranquila, mamita, no te alteres, así son las cosas con el tiempo —le dice el Bestia Temblor al oído.

La casa quiere decirle que el tiempo no tiene nada que ver con eso, pero no puede hablar. Sólo grita. Pero nadie la escucha, es como un grito en la oscuridad. ¿Se acuerdan, como en Alien, el octavo pasajero? En la inmensidad del espacio vacío nadie te escuchará pedir ayuda.

La casa se derrumba, la casa se vuelve escombros, y el Bestia Temblor sigue su camino, feliz de la vida, como todos los Bestia Temblor de este mundo.

En el lugar donde estuvo la casa, allí donde sólo quedan las sobras del mal, se abre un vórtice, un agujero negro. Primero es diminuto, pero a medida que va tragando se hace más grande. ¿Qué traga? Pues el vórtice devora gente y devora espacios de un modo muy particular. Resulta que cuando devora, las personas y los espacios no desaparecen. Las personas continúan y los espacios se quedan ahí. El vórtice, digámoslo así, se los traga a otro nivel. Estas personas que siguen caminando, han perdido luz y han ganado gluten de oscuridad, y, si te fijas bien, los edificios empiezan a mostrar en sus esquinas unas manchas en forma de venas negras.

No importa si una cuadrilla de obreros va y reconstruye la casa. Ya el mal está hecho. Nunca será la misma casa, y el vórtice no se irá. Todo lo contrario, crecerá, crecerá junto con el gluten en la cabeza de los hombres y la venitas negras de los edificios.

A poco, cunde la enfermedad, la mala mutación y la desmemoria. Todo se llena de hollín, de basura, de aguas negras. El mar comienza a emanar un olor fétido, los peces mueren y a los tiburones le salen hasta diez ojos. Los hombres dejan ver un hilillo de sangre en las comisuras de sus bocas. A los celulares le nacen colmillos. Ya nada es.

El vórtice se convierte ahora en un huracán que comienza a moverse sobre el mundo.

Lleva el nombre de Vórtice Huracano.

En su residencia, el Bestia Temblor está tomando sol en una piscina, la única con agua limpia de todo el Universo. Tiene los ojos cerrados y no se da cuenta de que el Vórtice Huracano se le viene encima y lo cubre por completo. Le lanza mordiscos, lo quiere despedazar, pero el Bestia Temblor sigue dormido, soñando con actrices de televisión que se prostituyen en hoteles cinco estrellas.

Algo le pasa al Vórtice Huracano. Se estremece, siente dolor. Dormido, el Bestia Temblor le habla:

—Tranquila, mamita, no te alteres, así son las cosas con el tiempo.

Desde el centro quieto del Vórtice Huracano se escapa un grito. Las ondas del grito lo dispersan en mil resoplos de muerte y lo hacen desaparecer.

El Bestia Temblor abre los ojos por un instante, bosteza, vuelve a cerrar los ojos y sueña con un mar cristalino y sereno bajo el cual vive una civilización feliz. Ni se ha enterado de la pelea que acaba de tener con el ya extinto Vórtice Huracano.

Fuera de las paredes cubiertas de trinitarias que conforman su casa, han pasado mil años. Los escombros y la basura fabricaron mil torres de Babel, y en entre los restos de esa civilización que nunca fue, transitan seres parecidos a las ratas y a las cucarachas, seres que algunas vez tuvieron forma humana. No recuerdan nada. No recuerdan cómo empezó todo.

Han pasado mil años, efectivamente, pero no me atrevo a decir que esta ruina de mundo pueda llamarse futuro.



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