Editorial: El otro Petare (The Petare Golf Resort Raquet And Country Club)





Los hermanos Chang votaron en las elecciones de Gobernadores y Alcaldes del domingo 23 de noviembre. Nadie sabe por quiénes votaron y quien tenga el coraje de preguntarles seguro acaba también en las urnas. El punto es que ejercieron su derecho al voto a pesar de ser más chinos que la Gran Muralla; les pasaron el dato de que la cédula de identidad china y la venezolana son las mismas y que al pasaporte chino, si uno le traduce los caracteres de la tapa al castellano dice más o menos: República Bolivariana de Venezuela. Así que el domingo por la noche andaban tan chinos como siempre y tan amarillos como nunca y con sus trajes negros de costumbre pero con el dedo meñique de la mano derecha tocado por tinta lila indeleble.

Al día siguiente, paseando por los alrededores de Miraflores, los confundieron con reporteros internacionales y sin pedirles credenciales ni nada —es que ser chino hoy día abre tantas puertas, hasta las del palacio de gobierno donde a muchos criollitos no los dejan ni acercar— los metieron en el Salón Ayacucho y los sentaron justo enfrente del cuadro del Libertador.

Llegó al rato el presidente Chávez y se sentó en su trono, resguardadas sus espaldas por el fantasma de Bolívar, y comenzó su rueda de prensa para explicarle al mundo la verdadera realidad de las cosas. Habló de cómo se gana perdiendo y cómo la derrota si la miras desde la perspectiva adecuada es una victoria aplastante. Dijo cosas fantásticas como que 80 votos rojos son más que 130 de cualquier otro color y que en Petare (el barrio más grande de Caracas y de Latinoamérica, mucho más grande que cualquier favela de Río o cualquier villa miseria sureña) estaba repleto de campos de golf y habitado de puros ricos y racistas que odiaban a los pobres de piel curtida. Que él sabía que todos irían al infierno porque así rezaba en las Sagradas Escrituras pero que de todas maneras los amaba, sobre todo a sus niñas y sus niños (menos mal porque ser repudiado por Dios y por Chávez debe ser una cosa terrible).

Los hermanos Chang que sí conocen Petare y son varios los negocios que han montado allí, se miraron a las caras, sonrieron, se estrecharon las manos y se dieron por servidos. Antes de que el presidente abriera la ronda de preguntas y respuestas y se agarrara por los moños con todo aquel periodista o periodisto (qué jodido esto de ponerle género a cada bolsería que a uno se le ocurra) extranjera o extranjero que osara asomar que las cosas y los cosos pueden ser distintas y distintos a como el comandante las ve, los Chang se levantaron de sus sillas y sin hacer reverencias (que los Chang no le hacen reverencias ni a Dios) salieron del Palacio.

Irradiados por el genio del presidente, habían llegado a una conclusión absoluta e irrefutable, una verdad como una piedra: El presidente Chávez es el escritor de literatura fantástica más iluminado que ha parido esta tierra, y en especial un entendido arquitecto que en estos diez años ha impuesto sus maravillosos proyectos sobre la ciudad (la foto es un ejemplo). No era posible entonces que el presidente no fuera colaborador de los Hermanos Chang.

Así que, queridos lectores, en esta entrega encontrarán una serie de textos firmados con puros seudónimos. Que si de un fulano Enrique Enríquez, que si de un tal Roberto Echeto, que si de Mario Morenza, que si de Marianne Díaz, que si Nicolás Mellini, Sergio Márquez, Alejadron Armas, que si éste y que si el otro… incluso hemos prestado nuestros propios nombres; pero lo cierto es que ninguno de nosotros escribió esta vez. Como en “Las ruinas circulares”, el cuento aquel de un tal Borges, no somos más que el sueño que otro ha estado soñando Aquí hay un solo autor: Hugo Chávez, escondido tras una máscara que intenta ocultar su inconmensurable humildad y genio.

Bienvenidos sean al otro Petare, a la obra urbanística y arquitectónica más delirante edificada jamás. Incluso mucho más real y posible que el Petare que creíamos era de verdad.

José Urriola y Fedosy Santaella (maestros de obra).

Un bolero llamado Caracas

Gustavo Valle



Desde que la conozco no ha dejado de travestirse una y otra vez, siempre sumida en una desaforada carrera hacia la metamorfosis y el cambalache.

Si Caracas se viera en un espejo se reiría. Y se reiría con la risa de los fumadores, esa risa cavernosa pero entrañable que tienen los enfermos más queridos. Frente a un espejo (deformante) se alargaría, se achicaría, y en esas imágenes ominosas se identificaría mejor.

Caracas ha crecido pero no sé muy bien cómo, ni hacia dónde. No se ven muchos edificios nuevos, tampoco muchos edificios viejos, las autopistas son las mismas, las calles atestadas de carros son iguales de estrechas y ruidosas. Pero algo ha crecido, algo se desborda. La temperatura, por ejemplo, ha recalentado todos los rincones. Hasta en los balcones se siente la ráfaga de este aire tibio. Los vientos que entraban por Petare ya no soplan, se han desviado hacia otros corredores. Yo respiro un aire flojo que parece venir del subsuelo, atravesar el asfalto y bailar con los motores.

Caracas es una ciudad pulmonar. Hay ciudades visuales, como París; óseas, como Roma; estomacales, como Calcuta. Pero Caracas es alveolar y neumática. Tiene la consistencia del humo, y siempre parece estar metida dentro de una bruma diferente al smog. Por eso es difícil definirla, limitarla. Hasta sus avenidas mejor trazadas parecen perderse en un más allá de buhoneros y tránsito automotor. No se trata de un Londres versión caribe -a pesar de que abundan los asesinos de rubias. Es una bruma mental, como si aquel efecto hormigueante de la vista permaneciera siempre en los ojos de quien la visita. Lo mismo ocurre cuando la vemos de lejos, desde lo alto del Ávila. Allá abajo luce irregular y moteada, metida entre árboles, trepando los cerros aledaños, expandiéndose sin orden bajo una tenue nube gris.

Y se exhibe, se desnuda, lo muestra todo. Desde los refulgentes edificios espejados hasta sus rincones repletos de basura; desde las emperifolladas amas de casa del este hasta sus más escandalosos asesinatos. Desvergonzada, le gusta el piropo fácil, y el maquillaje la hace delirar. Luce siempre vestiditos nuevos. Le gustan los colores chillones que la mantengan alegre, porque si algo es cierto es que Caracas es una ciudad alegre. Evita la melancolía a toda costa, le huye a la tristeza como si se tratara de la peste y todos los caraqueños estamos dispuestos a morir (y también a matar) antes que ponernos tristes.

Yo pensaba que su ritmo era veloz, trepidante, frenético. Yo creía que no había otra ciudad más abismada en su loco andar atolondrado, pero me equivoqué. Su velocidad es sólo aparente, su vertiginosa marcha es apenas un simulacro. No se mueve: se menea. Hija del caribe al fin, su velocidad es amortiguada. Sus espléndidos atascos la lentifican, la poca resolución de sus funcionarios la frenan. Y es que no hay prisa —y esto desespera. Se confundió la desesperación con la prisa y todos los caraqueños nos convencimos de que vivimos en una ciudad trepidante, como si esto fuera sinónimo de algo bueno, porque a Caracas, entre otras cosas, le gusta compararse.

De noche, tiene la facha de una mujer que ha visitado numerosos quirófanos. Como las vedettes que han invertido sus años entre el baile y el whisky, y ya de viejas recuperan el tiempo entregándose a la liposucción o aplicando a sus nalgas suficiente silicona.

Y es que Caracas es una ciudad fragmentada hasta en la posibilidad de su dicha. Y si pensamos en un orden, una estructura lógica no estaremos pensando en Caracas sino en su sueño. Un sueño que duerme hace muchos años, colgado de una hamaca a mil metros de altura.

Todos me dicen: no vayas al centro y si vas no te vistas así, llévate un bluyinsito roto, una camisa vieja, nada de relojes porque te los quitan, cuidado con la esquina caliente, y cosas así. Pero a mí me encanta ir al centro. Yo trabajé muchos años en el centro. Siempre me gustó el centro, la confusión del centro, la energía tanática del centro, la periferia del centro. Y es que es tan caótico que da ternura ver cómo es imposible que la gente se ponga de acuerdo: buhoneros, carros, peatones, se mezclan en un asfixiante merengada. Le dicen centro pero en realidad es un extrarradio. Es un centro que está al margen de todo: de la ley, de la razón, de la ciudad misma. O mejor: es otra ciudad. La más real de todas. Al estar en el centro de Caracas el resto parece una invención increíble. El este: la isla de la fantasía. Yo amo el centro de Caracas porque es tan real que da miedo. Yo amo el centro porque allí ocurren cosas incomprensibles.

Hubo quien dijo que Caracas no existía, no tenía memoria, que al estar en continuo cambio nunca llegaba a ser nada, y su paisaje era la suma de edificaciones pasajeras, casas derruidas y vueltas a levantar, negocios que cambian de ramo, de nombre, quiebran, cierra sus puertas y después abren bajo otro signo con distinta mercancía. Por eso no es fácil reconocerla, vive en un carnaval de nuevas situaciones y siempre se quita la máscara para ponerse otra: se disfraza de Nueva York con sus edificios acuchillados, o luce la aristocrática alfarería de Bogotá, o se inventa los centros comerciales de Miami, o levanta lenguas de asfalto tipo Los Angeles, o se repleta de buhoneros como en los zocos de El Cairo y reproduce los niños de la calle que abundan en Calcuta.

Caracas es una ciudad emocional. Pero no se trata de una geografía romántica, ni de la postal donde dos manos se entrelazan sobre un fondo de calles remozadas, ni del paisaje de la pasión urbana que Robert Doisnue ha imantado en nuestras pupilas. Caracas es emocional porque no logra controlarse, y está abandonada al juego caprichoso de sus mortales contradicciones. Caribeña, pero a mil metros de altura; moderna y pueblerina; frenética y a la vez lenta en una combinación que desquicia; seductora y ríspida. Como una amante perpleja y también desesperada, deja de ser ella misma para ser siempre otra, un poco más canalla y atractiva, encantadoramente patética, y en ese tránsito se desvanece y se convierte en algo extraño, incluso para sí misma.



* Fragmento del texto homónimo publicado en La paradoja de Itaca.


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Mirando el suelo

Nicolás Melini









El
centro
psiquiátrico
se encontraba en el
otro
extremo de
la
ciudad
y
yo tenía que ir a visitarlo,

hablar
con
el director y

evaluarlo

para el
posible ingreso de un familiar

que necesitaba
un tiempo de descanso y
terapia

ocupacional.

Cuando
llegué se trataba de una casa de dos plantas
rodeada
de un jardín con
árboles en
frente
de
una
autopista ruidosa,

aunque
el
interior
parecía tran-

quilo
y probablemente
lo fuera,

nada
que objetar

salvo mi propia inquietud,

la desagradable
zo-
zo-
bra ante
lo
que me pudiera

encontrar allí dentro...

En el hall
había un grupo
de ocho o nueve
chicas
que

se

volvieron

y
me
miraron

al
entrar,

se encontraban sentadas
en un gran sofá
y
de
pie
en frente
de éste y al principio
pensé
que
se trataba
de estudiantes
de psicología en prácticas,

cuando

a mi izquierda
apareció
otra joven en bata blanca
que sabía
quién
era yo y a qué había venido
y me invitó
a
sentarme
en el sofá con las chicas
mientras anunciaba
mi llegada
al

director.


Sucedió
mientras me encontraba sentado allí
esperando
a
que

éste me atendiera…

en frente
de

estaban
las
escaleras
que

ascendían a la planta superior;

yo
atendía
disimuladamente
al
com-
portamiento
de
las jóvenes

a mi lado (algunas charlaban

animadamente, otras

guardaban un sombrío silencio),

cuando otra joven
des-
cendió
las
escaleras…

Miraba al suelo,
sus pasos eran rígidos,
llevaba su bolso colgando
del brazo,
y
pensé
que se reuniría con sus compañeras,

pero al llegar al hall

pasó por delante de mí y

se dirigió
hacia la puerta de
la calle,

llegó hasta

ella,

se detuvo,

hizo
el
gesto
de
abrirla…

pero no lo hizo;

guardó una nueva pausa,
se volvió
y,

sin mirar a nadie,

regresó
sobre sus pasos,
atravesó el hall, de
nuevo ante mis ojos,
alcanzó las escaleras y
ascendió con los mismos pasos
extremadamente
rígidos,

su

bolso
colgando
de su brazo,
la mirada en el suelo.



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Sobre la venganza

Jorge Gómez Jiménez



Cierto día, Rob decidió cobrar venganza —al fin— por la afrenta que años atrás le infligiera el ingeniero Ross; se dirigió sin demora al edificio que éste construía y preguntó por él a los obreros. Fue orientado hacia el tercer piso; allí encontró al ingeniero Ross y le expuso el motivo de su visita. Rob estaba a punto de lanzar al vacío al ingeniero Ross; éste esgrimió un par de argumentos que acabaron por persuadir a Rob de que la supuesta afrenta había sido no más que un malentendido. Rob decidió perdonar al ingeniero Ross; en el momento en que sellaban su naciente amistad con un abrazo, llegó a la construcción la bella Cynthia, la hija de Rob. Su espíritu estaba revestido de angustia porque creía que su padre iba a convertirse en un criminal; Rob le explicó desde arriba que había perdonado al ingeniero Ross y que se disponían a almorzar. Rob y el ingeniero Ross se dieron la vuelta para bajar del edificio en construcción; el zapato de Rob tropezó accidentalmente un clavo oxidado que voló directo al ojo derecho de la —nunca más— bella Cynthia, su hija. La venganza puede cobrar vida propia; si no es ejecutada, puede —bajo ciertas circunstancias— vengarse.



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Rectángulo áureo

Marianne Díaz Hernández




(Para alguien que es áureo y no lo sabe)


Ella tenía las proporciones perfectas. Sus piernas larguísimas, como talladas columnas de mármol, poseían el diámetro exacto para balancear sus caderas, trazadas a compás, que se cerraban en aquella cintura milimétrica, capitel del pecado capital.

Cada tarde la veía recorrer con paso decidido la oficina, marcando el suelo con el sonido de sus tacones, con un ritmo de suave martillar. Cada vez que pasaba frente a mi puerta yo soñaba traspasar el dintel de la suya, que nunca había visto, oculta tras el suave cortinaje de sus faldas de seda y sus medias veladas –aquel anacronismo de la moda con el que ella, sin embargo, seguía cubriendo sus perfectas extremidades.

Me desconcentraba de mi trabajo y me impedía seguir con mis obligaciones. Y mientras ella deambulaba de un lado a otro, a veces volviendo tras sus pasos con un leve correteo, como si hubiera olvidado algo, me daba la impresión de ser una ciudad. No como Dubai, demasiado plagada de artificios, no como París, que siempre me pareció sobreproducida y con exceso de romance. Una ciudad que tuviera edificios antiguos y sólidos, una cuya belleza no pasara con las modas, que fuera eterna, quizás con un toque de resignación. No Nueva York ni Chicago; no Londres con su impecable serenidad, ni Caracas con su caos minucioso. Pensando en ello me quedaba, lápiz en mano, suspendida en el aire la curva del plano que estuviera trazando, sin saber dónde poner la cota para dar por terminado un trazo cualquiera. Ella me hacía olvidar si era una quinta o un centro comercial lo que estaba planificando, se me iba la línea tras sus pasos telúricos por el pasillo de la consultora.

Nunca me atreví a intentar nada con ella. Tenía en mi haber un matrimonio sólido como un castillo de piedra –aburrido como un castillo de piedra- y con mi vida construida sobre esos cimientos, no podía darme el lujo de una amante sísmica que estremeciera las bases de mi (¿feliz?) vida conyugal y me hiciera correr el riesgo de tener que reparar las grietas ocasionadas por ese estremecimiento.

Una vez, después de varios años de confundirme los planos con sus paseos vespertinos por la oficina, la vi pasar llorando. Iba disimulando sus sollozos, cubriéndose el rostro con una mano, pero la réplica del terremoto se le notaba en las caderas y en la espalda, temblorosas, inestables. Entonces supe que la habían despedido. Una especie de recorte de personal del que yo ni me había enterado, me expropiaba de su presencia. A ella, y a las tres secretarias de la Gerencia, las reemplazaron con una venerable señora cuya sonrisa torcida había conocido mejores tiempos –quería creer-, una cincuentona impecable y eficiente que se me daba un aire a Washington DC. Me sentí como si hubieran demolido la casa de mis juegos de infancia para construir un Home Depot.

Pasó el tiempo —el tiempo, ese tsunami que nada perdona— y luego de una eternidad la vi de nuevo, en una calle cualquiera. Apenas entonces comprendí. De sus proporciones áureas sólo quedaban las ruinas, como una Habana devastada que sólo es el triste recuerdo de la maravilla arquitectónica que fue alguna vez.



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En mi hotel y al lado de mi hotel

Carlos ZZ Zerpa



Solo como dato importante, quiero decirles que al lado de mi hotel, hay un restaurante CHINO, que se llama "ALADINO", que sirve COMIDA MEXICANA y lo atiende un PERUANO… Al entrar hay una gigantesca fotografía a todo color del TAJ MAHAL…

A la entrada de mi hotel hay una gran pecera con ocho gigantescos peces grises que apenas pueden nadar… Más bien están apretujados como si hubiesen comido levadura y se hubiesen hinchado, digamos que son demasiado grandes para un espacio tan pequeño, bueno, bueno… Ayer metieron en la pecera mil quinientos pececillos pequeñitos. NO, NO exagero, fueron mil quinientos diminutos peces "guppies" que hicieron que la gris pecera se llenara de tonos multicolores… Al ver este cardumen nadando me di cuenta que fácilmente serían presa de los grandes, por aquello de: "El pez grande se come al chico". Así se lo manifesté a la recepcionista y le dije alarmado:

—Oiga… esos peces grandes se van a comer a los chicos.

Como en verdad estaba sucediendo, ya que se los tragaban sin siquiera masticárselos.

Entonces ella me respondió:

—Claro, tienen que comérselos porque son su alimento. Cada tres días se los ponemos para que coman y por eso están tan grandes y hermosos.

La recepcionista siempre viste de negro con un corsé al estilo Madonna, la cantante pop, además siempre se está secando las lágrimas con su pañuelito… Aún no me entero por qué ella siempre llora.

Detrás de ella hay otro acuario, más bien un terrario en el que no se ve bien que hay desde aquí afuera… Le hice un comentario jocoso a la recepcionista:

—Oiga, señorita, ¿no le da miedo que las arañas se escapen, pues no tiene tapa esa pecera?

Y ella me contestó:

—No, no son arañas son escorpiones. —Y de inmediato me acercó la caja de vidrio y pude ver que tenía adentro dos enormes escorpiones negros del desierto de Sonora… Enormes, más grandes que mi mano, de este tamañote eran esos bichos…

Al retirarme a mi habitación pude constatar que tan solo quedaban unos seis pececitos de colores y que los grises se veían dichosos…

¿Será por esto que la recepcioncita llora?

Mañana de seguro se lo pregunto.



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Cuadernos de arquitectura

Sergio Márquez



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Domo





Estación






Fantomas






Mare





Neo-burgo





Plazas





Cárcel





Plaza de toros



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El último piso I corto II

Daniel Fernández


Mientras caía, decidió contar cada uno de los pisos en los que había vivido, casi uno cada dos años en promedio. Al principio se hizo difícil la cuenta, tenía que mirar hacia un lado y el otro, pero luego, cuando estaba a medio camino de la tierra, solo contó en un lado.

La etapa final del edificio comenzó hace más de cien años, cuando Adán vivía ya en la última planta, o a lo que llamaban en ese momento “última planta”. El sueño de Adán siempre fue vivir allí, con la mejor vista que se pudiera tener. Así, cuando el alcalde cortó la cinta para inaugurar el edificio más grande nunca antes construido en la ciudad, Adán decidió comprar un apartamento con vista a la bahía, lo más alto considerando que el ático no estaba terminado.

El primer año dejó de escuchar el ruido de la construcción, por lo que pensó que estaban a punto de terminar, pero no dejaba de ver las grúas moverse por todo el sitio, y a los trabajadores acarreando material. Pensó en el ático como una obra de arte, como un cuadro pintado por el arquitecto, poniendo su firma en la parte más alta y dejándolo reposar entre las interminables pinturas de algún museo.

Una tarde subió y se enteró de que su apartamento estaba lejos de ser el más alto. Ahora, la propiedad más alta del edificio pertenecía a una familia, hace dos meses y seis pisos más arriba. Ante la situación, puso en venta su propiedad amoblada, mientras esperaba que se construyera el último piso. La venta se hizo antes que se terminara su nueva compra, así que decidió vivir un par de días en un callejón cercano. No durmió mucho esos días, no por la calle, sino porque sintió algunos temblores bajo sus pies: todas las noches el piso se sacudía como si hubiera un animal revolcándose en medio de la tierra, un topo gigante haciendo crecer el edificio hacia abajo o tratando de acomodar el sueño.

Esos días estuvo a punto de ser despedirlo, a punto de ir a la cárcel, y a punto de que un hombre lo arrollara creyendo que era un perro que lo había atacado hace algunos días (el perro a esas alturas había sido atropellado por otro y estaba a punto de morir).

A la inauguración del nuevo apartamento vino Carla, entre mucha gente de la oficina —nadie conocido, solo gente para hacer bulto. Esa noche Carla se quedó, y luego muchas noches más. Se instaló entre los muebles, se acomodó un poco al espacio. Vivió lo que pudo en el apartamento, hasta que de regreso de una vacación individual, se encontró el apartamento vacío, en el que solo encontró a Adán.

—Tenemos que subir —sentenció él—, ocho pisos más arriba está nuestro lugar.

Carla lo miró desde el otro lado del apartamento con la boca bien abierta. Sintió la estela de su olor cuando pasó a su lado y su nariz no se despegó del perfume de él, ni mucho tiempo ni muchos pisos más arriba.

Las paredes hace dos días habían sido tapiadas por los nuevos muros del edificio, destinados a soportar su tamaño y peso en crecimiento, los pilares de las bases reforzados a través de un nuevo sistema de construcción; era una adición a las bases, como un ancla. Por otro lado, el modelo exterior del edificio debía cambiar, había que ajustarse a las nuevas corrientes arquitectónicas. Adán había pensado lo mismo. Nuevamente vendió los muebles y se dirigió al último piso a comparar el nuevo apartamento: una muestra de post vanguardismo arquitectónico —del grupo de “la muerte de la arquitectura”—, mezclado con las últimas tendencias tecnológicas, para hacer más confortable su paso por el mundo, decía la nueva publicidad inmobiliaria.

Hace cincuenta años comenzó a edificarse el “Gemelo Menor”, con lo que se pretendía que familias enteras y generaciones vivieran en ambos edificios, permaneciendo en el “Gemelo Mayor” las generaciones más antiguas. Junto con el rediseño y construcción de las constantes paredes exteriores del más antiguo, se añadieron túneles en altura que cruzaran del Menor al Mayor y viceversa. Adán y Carla ya vivían juntos, en lo que había dejado de ser el piso más alto de la ciudad, y sus hijos se mudaban al Menor en cuestión de horas. Esa fue la tarde en que ambos decidieron comprar el último piso del edificio de enfrente.

La construcción del edificio más antiguo se había detenido por falta de presupuesto y decidieron intercambiarles el nombre. Con el antiguo detenido y el nuevo con dos pisos más de altura, y sin planes de reestructuración, Adán pensó que había llegado al final del viaje. Compraron dos mecedoras y se sentaron a ver el paisaje. Tres años después estaban saltando de un edificio a otro cada seis meses dejando que ayudaran en la mudanza los hijos, los nietos y próximamente el primer bisnieto. Hubo noches en que tuvieron que dormir en los pasillos, las distancias que había que recorrer se hacían más largas cada vez. La piezas que conformaban cada uno de los lugares donde habían vivido los seguían, solo faltaban los caballos, los camellos y el desierto para llamarlos Beduinos.

Oficialmente no hubo más presupuesto para seguir con la construcción. Se declaró terminada la obra. Por esos mismos días, Carla murió de muerte natural. Al funeral asistieron principalmente los nietos —no quedaba ningún hijo. Así, Adán decidió terminar el edificio, empezando por la tumba de Carla. Subió materiales por días, con las carnes colgando como los cables del edificio, arrastrando los pasos por las escaleras, muchos ascensores ya no funcionaban.

Trabajó dos años hasta que el agua empezó a inundar cada rincón. Las nubes hicieron lo suyo, al igual que los nuevos pájaros que habían aparecido. Se detenía algunas veces a descansar, y con él, casi todos los males. Pero entonces, a falta de agua, nubes y pájaros, el viento hacía lo suyo. Hasta que un día se dejó vencer por todos, hasta por la altura, y cayó.

En el asfalto hay una pequeña placa, a medio tapar por el tránsito, que ya no se distingue muy bien. Hoy tropecé con ella, hice un reclamo y mañana la quitan. Hace tiempo que dinamitaron al Mayor y al Menor.

Tres Caracas Tres: Plástica Poética para una urbanizada Caracas Postapocalíptica

Joaquín Ortega


El túnel al infinito:

Sobre un acantilado aparece una casa con vista al mar.

La vivienda, salvada por dos grandes montañas, atestigua silente la presencia del océano solitario en la distancia. Pulsando un control a un lado de la cama, los amantes pueden extender la total presencia del mar ante sus ojos. Las ventanas se abren, el techo —en capota transparente— muestra la bóveda sobre él. Seguidamente, se activa un brazo hidráulico que empuja al cuarto, gracias a un cordón del ancho de la habitación principal, proyectado hasta un kilómetro en el horizonte.

Disparado en fiera lentitud, a la manera de un pasaje de platino astral, el brazo pernoctará sobre la marea crecida. Transitará en pausa completa sobre la playa, retrayéndose a la colina con los primeros rayos del sol.

Los entusiastas tendrán algunas horas de sueño antes de pensar en el brunch postamatorio.




Caracas Weekend Roundabout

Las bases de una aleación broncínea sostienen el peso de Caracas como un macetero para dioses: núbil y en constante tensión volátil.

Toda la ciudad depende de las horas del día para su productividad, creación, placeres y desasosiego. De lunes a viernes, la capital disimulada trabaja dentro de edificios naturalmente apolíneos —perezosos rectángulos de lava fría que guardan la mayor carga activa para su vidorria nocturna.

El viernes en la noche, al crujir de las 9 en punto, se rinde al llamado del giro: uno lubricado y de 180 grados. Allí, en donde las enaguas del cerro se desemperezan por voluntad del artefacto giratorio, un brazo de fuerza planetaria levanta todo como una bandeja repleta de panes, latidos y pulsiones.

Caracas se duerme en viernes, y frente al mar, se despierta el sábado. La urbe entera gira con el Ávila y se afana 48 horas frente a piélagos caribeños. El valle queda solitario, como un cráter infinito al que se le reparan tuberías, conexiones y desagües. Todo esto, bajo el ojo desinfectante de una máquina clínica que le hace la cama hasta el domingo por la noche.

Edificios y habitantes se broncean, recargan y salifican. La ciudad gira entera hacia sus descubrimientos y tributos, regresando ese lunes con los bellos tonos que intercambiarán párrafos con el frío.




Residencias Artesa:

En el valle cada edificio en simétrica actitud. Se levantan rascacielos de egolátrica presencia, que juegan a esconderse, a la manera de topos de hormigón y hierro, dentro de una tierra fresca. Cerca del valle, cada racimo de obras en orgánica comunicación: menudos ingenios aprovechados de la lógica del horno: calentados de día, se guardan del frío bajo el suelo, o si lo prefieren se quedan a esperar el frescor nocturno y sus lloviznas.

De cada módulo habitacional emerge el sostén corredizo que lo empuja y retrae para hacerse de la noche libre. Por cada columna, grupos de apartamentos inconexos entre sí, y que en amistoso desdén, se darán la espalda centralmente desde estos macizos flexibles. Un botón produce la salida del apartamento en artesa. Un cajoncillo sin techo —que se asoma cada uno hacia el punto cardinal elegido— agrupa a familias en libertades, asemejando cruces romanas desde el cielo.

2 Arquiterrors

José Urriola



1) No era él un arquitecto cualquiera. No era uno más de los vanguardistas, de los experimentales, de los osados, de los geniales, de los locos. No, iba aún más allá que todo eso, era el único en su especie: el neoarquitecto, el padre de la neoarquitectura. La arquitectura universal estaría condenada a dividirse, así de simple, en Antes de Él y Después de Él. Un orgullo nacional, una referencia para la humanidad. Así que le encomendaron a manos abiertas y a fondo perdido la construcción de su mayor obra arquitectónica. Un dibujo libre a pintar en el espacio en blanco donde mejor le viniera en gana y con los materiales que dispusiera. “Hazle un regalo a tu patria que sea a la vez un regalo para ti mismo”, así habló el presidente, le palmeó la espalda y todos aplaudieron. Aplaudimos, que yo también, hasta que se me pusieron las manos rojo fuego.

La construcción estuvo vetada, era un secreto nacional, enormes telas opacas de centenares de metros de longitud sostenidas por grúas y helicópteros la ocultaban desde cualquier punto de vista. El día de la inauguración las telas fueron recogidas. La gente se acercaba y se iba poniendo más y más nerviosa. Los comentarios silbaban como hojillas vueltas susurro. Pero nadie se atrevía a levantar la voz, a decir en buenos decibelios lo que todos estaban pensando: qué obra era esa, dónde estaba el edificio. Porque lo que había era un hueco de nada, un vacío, un agujero monumental sobre una explanada absolutamente llana. No había ni un bloque sobre otro, ni un cristal del tamaño de un monóculo, ni una miserable columna de yeso o astilla partida a la mitad. No había nada. Así que cuando llegaron el presidente y su comitiva en sus autos blindados negros se estacionaron frente a aquel vacío. Y el presidente miró al infinito, lo atravesó con cara de conocedor y felicitó al arquitecto conceptual por su obra conceptual y le palmeó la espalda y sonrieron todos y nosotros aplaudimos aunque ahora sin tantas ganas. Los funcionarios de protocolo colocaron la cinta tricolor justo en donde el neoarquitecto dijo que quedaba la entrada y la sostuvieron ellos mismos porque no había de dónde amarrarla. Le entregaron las tijeras al presidente que con expresión solemne lanzó un tijeretazo prodigioso que blandamente echó las dos mitades de cinta a tierra. Nadie se percató, nadie, de que con las cintas se venía abajo también una de las vigas principales de la estructura. Cayó de lleno sobre la cabeza del presidente y el reguero salpicó al público hasta la tercera fila.

La obra permaneció cerrada hasta esta mañana. Clausurada hasta que se recogieron los últimos escombros de la fachada. Prohibida hasta que se colocó en su justo lugar la viga asesina y se colgó de ella al arquitecto sentenciado por magnicidio.

Cuando dio la última patada de ahorcado la gente aplaudió. Yo también, un montón, hasta fracturarme dos dedos.




2) Al arquitecto siempre le habían llamado la atención las pintadas en las paredes, los grafittis y las cosas raras que la gente escribe en las puertas de los baños públicos mientras termina de hacer lo que vino a hacer sobre la taza del excusado. Se fascinaba y se obsesionaba como si todo aquello le estuviera murmurando un mensaje superior que sólo él sería capaz de descifrar. Algún día comprendería. Y llegó, legó el día en que lo entendió todo. Porque todo se conectaba. Todo era parte de una misma historia que estaban escribiendo sin saberlo todos aquellos que rayaban sobre las paredes y puertas y techos dejando marcas y cicatrices en la superficie de la ciudad. Una obra absoluta que se escribía, se pintaba, se rescribía y se redimensionaba cada vez que alguien dejaba un trazo en la epidermis. Lo único que tenía -y podía- hacer él era recortar los tatuajes, ponerlos en orden, reconstruir el cuento en un solo cuerpo. Era más una labor de costurera que de arquitecto, un asunto de coser más que de diseñar. Sin embargo se dedicó a cortar y pegar, a buscar la frase exacta de aquél baño de mujeres del bar que le iba perfecta al dibujo bajo el puente. Y el graffiti bajo el puente no estaba completo sin lo que le escribieron al sádico en el muro del colegio de señoritas. Y la pintada de ese muro no significaba todo lo que podía sin lo que rayó aquel estudiante de ingeniería en el pupitre para zurdos del quinto piso de la universidad. Había que despedazarlo todo, sacarlo de sitio, volverlo a juntar en donde siempre debió estar, tejerlo en un lugar de donde sin saberlo se había fugado.

La obra del arquitecto se convirtió en el penetrable más grande del mundo. Y cuando murió el autor –dicen que frisado dentro de la estructura pues su cuerpo no se encontró jamás- la gente de libre iniciativa lo siguió construyendo. Se aparecían en las puertas con pedazos de mundo, trozos de cualquier cosa traídos de quién sabe dónde, se despedían de sus familiares y amigos, entraban sin mirar atrás y de allí no salían nunca más.

Las autoridades clausuraron el lugar porque aquel edificio se consideró una casa de locos, un manicomio titánico. Entenderlo todo es un tipo abominable de locura, dijeron. Era un asunto de seguridad social, de sanidad mental, así que bloquearon los accesos con un muro aún más grande que aquel que alguna vez dividió a Berlín. El manicomio pasó a ser una prisión, una de psicóticos peligrosos condenados por libre elección a cadena perpetua.

Afuera, hoy día, los transeúntes escuchan ruidos. Cosas que se caen, cosas que se desgarran, golpes, derrumbes, fracturas, desmoronamientos, gritos, risas. Son los locos que se caen a cuentos, dicen, que se andan inventando historias.

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Arquitectura farmacéutica

Roberto Echeto ®



No todos los Farmatodos son iguales. Hay unos que se quedaron embutidos en locales mínimos y otros que abrieron sus puertas en edificios que resumen lo mejor de la arquitectura instantánea. Ponga una pared ya hecha aquí, otra pared hecha allá, una viga, otra viga (cuidado y te pegas con la doble T), pon un toldo de lona de este lado y listo: ya tenemos nuestro autoservicio, nuestra versión venezolana y exitosa del supermercado de Apu.

La arquitectura prefabricada de Farmatodo produce unos efectos benéficos que son fáciles de notar. Si entras en una de esas edificaciones blancas, de inmediato te envuelve una atmósfera en la que se combinan el aire acondicionado y el techo a doble altura. Por lo general, la luz de neón no queda bien en ninguna parte, pero en estos edificios prefabricados la iluminación está consustanciada con el edificio y con la naturaleza de la actividad que ahí se lleva a cabo. A la hora que vayas a estas farmacias, la luz protagoniza tu visita. Si vas durante el día, la luz del sol entra por los grandes ventanales y se combina con la de neón. Si vas de noche, la iluminación total del edificio lo convierte, junto con sus alrededores, en un enclave luminoso en medio de las tinieblas que se han hecho tan comunes entre nosotros. Así, en plena oscuridad, surgen de la luz estas edificaciones que, sin ser bibliotecas, se convierten en centros difusores de civilización, y eso sólo porque lo iluminan todo a su alrededor.

Nos parecemos a esos insectos que se unen en torno a una lámpara. Nos han salido antenas, tenemos alas (de miedo), bisbiseamos alrededor de los faros gratuitos de las farmacias y de las bombas de gasolina… Qué rara es nuestra relación con los espacios públicos de nuestras ciudades.

Estos Farmatodos, con sus ventanales (incluso alguno tiene vidrios azules, a modo de vitrales), sus jardines con chaguaramos y grama, son auténticos oasis en medio de un caos urbano ahíto de discotecas, miasmas y titánicos centros comerciales que han roto a la ciudad con su torpeza constructiva. Como estaremos de fritos, que nos sentimos felices en una farmacia sólo porque hay luz, porque sus pequeños jardines parecen jardines y porque, cuando entras, encuentras desde pañales hasta latas de atún.




Búrlese todo lo que quiera la competencia, digan que parecen más automercados que droguerías, pero los Farmatodos son sitios donde se consigue cierta sensación de seguridad, de alegría, de no sé qué, que queda resumido en la palabra que usamos antes: civilización.

De acuerdo, estos edificios no tienen nada que ver con el gigantesco cubo de agua donde tanto oro olímpico ganó Michael Phelps, ni con el Empire State ni con las casas de Frank Lloyd Wright, ni con la Sagrada Familia, ni con el hotel Humboldt, ni con Adolf Loos ni con Louis Kahn ni con nada que se asuma como gran arquitectura o que aparezca en www.greatbuildings.com... Aunque, uno no debe ser tan tajante y aceptar que los que diseñaron esas estructuras preconstruidas, al menos estudiaron y leyeron los libros de y sobre Le Corbusier. En esos Farmatodos huele al Modulor…

La gran arquitectura está muy bien. Los grandes rascacielos, las grandes obras, los monumentos, los jardines, los muros… Todo eso está muy bien, pero en un país como el nuestro, uno se conforma con que el edificio que uno visite no sea un mamotreto, que esté en armonía con el entorno y que, a su vez, le aporte algo a ese mismo entorno…En este caso, como hemos dicho, lo que aportan los Farmatodos es luz (además de Doritos y Perebrón, claro).

Alzar grandes edificios va unido a épocas de esplendor social, cultural y económico. En Venezuela es al revés. Aquí la inauguración de un gran edificio es el preludio de un desastre social, cultural y económico. Por eso es mejor ir poco a poco y conformarse con que la farmacia donde les comprarás los antipiréticos a tus chamos, se encuentre en un lugar digno e iluminado.

Que los arquitectos, que los demás farmaceutas digan lo que quieran. Allá ellos.



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La arquitectura de ARQUITECTURA

Enrique Enriquez


Las ciudades son pasteles que se amasan trozo a trozo. ARQUITECTURA es una palabra idéntica a arquitectura. Empieza con una letra A y termina con otra letra A, tal como los arquitectos van quitándonos un edificio y dándonos otro. A esa substitución algunos la llaman desarrollo.

El alma de la palabra arquitectura está en sus vocales. Si las observamos: AUIEUA notaremos que tienen una conformación casi simétrica que refuerza la idea de algo que empieza casi como termina: AUI-EUA. La A se ve como un edificio en pie, o como una grúa estacionada al lado de la letra U, que se nos antoja un hoyo profundo, como el que los hacedores de edificios excavan antes de levantar otra torre. AU-UA. De la azotea hasta los cimientos y de los cimientos a la azotea, como si para rasguñar al cielo hubiese que tocar el infierno y cada edificio del mundo fuese una torre de Babel. Justo en medio están la I y la E, rompiendo la simetría. La diferencia entre la I y la E es que lo que antes se erigía hacía el cielo (letra I), ahora se erige hacia los puntos cardinales (letra E). Las catedrales se han transfigurado en malls.

Lo otro que notamos es que el cuerpo de la palabra, sus consonantes RQTCR, conforman también un todo casi simétrico. Hay un afán expansivo en ellas, pues comienzan y terminan con una letra R que tiene un empuje de bulldozer: RRRRRRRRRRRRR... Parece que la R quiere llevarse por delante a la Q. La letra Q es una O que se ha anclado al suelo, como una plaza que se niega a desaparecer. La R quiere arrasar a la Q, y para lograrlo manda a traer a la T, que es un taladro atormentante: TTTTTTTTTTTTTT... Un taladro que se arroga el derecho a hacer las veces de reloj despertador cada mañana, hasta que hemos perdido suficiente sueño y la Q ha perdido un pedazo, quedando convertida en C. Es decir, hasta que la plaza se convierte en el recodo de una autopista.

Con sus altas y sus bajas el alma de la palabra ARQUITECTURA habla del arte de levantar castillos de naipes para echarlos abajo de nuevo, mientras que con sus tractores y taladros el cuerpo de la palabra ARQUITECTURA hace trastabillar los cubiertos en nuestra mesa mientras la ciudad pierde el perfil.

(Claro que eso no es culpa de los arquitectos, que ponen lo mejor de si en los edificios que construyen, sino de quienes deciden el destino de las ciudades. Tarde o temprano todo edificio se vuelve un estorbo en la ambición de alguien y hay que echarlo abajo. El sino de todo pastel es convertirse en migas).

Toda esta palabrología para decir que se me ocurre que hay que cuidar que el desarrollo inmobiliario no se convierta en una forma de terrorismo en el que nuestras casas, nuestras escuelas, y todos esos edificios donde se hospedan nuestras memorias, son destruidos en una guerra no declarada. No poder mostrar con el dedo índice dónde nacimos, crecimos, estudiamos y vivimos es una forma de mutilación. La primera A de 'arquitectura' nunca es igual a la segunda A. Al tratar de habitarla, nuestras memorias se comportarán como mendigos, buscando acomodo en rincones prestados, bajo puentes que no les pertenecen.

The Valle-Coche Citizen

Mario Morenza



Edward junto a Vivian, su novia, fueron los mejores alumnos de su promoción. Ambos desplegaron semestre a semestre una carrera que se perdía de vista en la arquitectura venezolana. Pero un día, por alguna razón que desconocemos, Edward cae en el ignoto mundo de la locura. Por su parte, Vivian siguió creciendo personalmente. A los años del brote de demencia de Edward, Vivian construyó a pulso su propia familia, mientras que Edward entre calles y avenidas deambularía por décadas.

El ciudadano del Valley-Car, como a las años se hace llamar Edward por sus colegas, en su madriguera, en su cuchitril de condiciones infrahumanas, además de recolectar colchonetas y materiales de todo tipo importados directamente de los desperdicios de Caracas, tiene un objetivo que se puede adjetivar de utópico: diseña con ellos la ciudad del futuro, una ciudad perfecta en que cada espacio coexiste en relación a un todo de concreto.

A Valle-Coche Citizen, como también se le conoce, lleva unos veinticinco años refugiado en los rincones subterráneos de la antes esplendorosa Coche, para recolectar cualquier cartón, madera o alambre que le sirva de instrumento y construir la maqueta de su ciudad perfecta, en que cada espacio coexiste en relación a un todo de concreto, cada esquina representa los eslabones de un neurálgico sistema de conexiones.

A Edward, desde las alcantarillas, le faltan sectores para completar su gigantesca maqueta. El edificio de la Verdad, su proyecto más ambicioso y donde se editan los periódicos de su ciudad imaginaria, de su Caracas reconstruida, es uno de ellos. Mientras consigue las piezas faltantes, El Ciudadano del Valley-Car se propone a jugar un rato con las mentes de sus ex vecinos.

En el Bloque 4, misteriosamente empiezan a aparecer reportajes en un pliego sobre los sucesos más importantes que afectan a los vecinos de esa comunidad, donde cada noticia coexiste en relación a un todo de concreto, a un edificio. Muchas de las noticias, cabe destacar, resolverán misterios que la misma comunidad, por sí misma, nunca es capaz de desentrañar. Sus reportes vendrían a ser bautizados como un periodismo heráldico. Muchos lo piensan divino, otros tantos, una broma pesada de alguno de los vecinos. Pero nunca llegan a imaginar que estos reportes son escritos por el antiguo vecino y prodigioso hijo de la familia Vélez.



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El Bestia Temblor contra el Vórtice Huracano

Fedosy Santaella




El Bestia Temblor, ahí viene el Bestia Temblor. Está en una calle, en la vieja calle Lanceros de Puerto Cabello, la recorre, descubre a su víctima y la ataca. Es una casa, una tan antigua como la calle Lanceros. La casa se estremece, y el Bestia Temblor le clava las garras desde la base y la levanta. La casa, empalada, aprieta las puertas y cierra las ventanas.

—Tranquila, mamita, no te alteres, así son las cosas con el tiempo —le dice el Bestia Temblor al oído.

La casa quiere decirle que el tiempo no tiene nada que ver con eso, pero no puede hablar. Sólo grita. Pero nadie la escucha, es como un grito en la oscuridad. ¿Se acuerdan, como en Alien, el octavo pasajero? En la inmensidad del espacio vacío nadie te escuchará pedir ayuda.

La casa se derrumba, la casa se vuelve escombros, y el Bestia Temblor sigue su camino, feliz de la vida, como todos los Bestia Temblor de este mundo.

En el lugar donde estuvo la casa, allí donde sólo quedan las sobras del mal, se abre un vórtice, un agujero negro. Primero es diminuto, pero a medida que va tragando se hace más grande. ¿Qué traga? Pues el vórtice devora gente y devora espacios de un modo muy particular. Resulta que cuando devora, las personas y los espacios no desaparecen. Las personas continúan y los espacios se quedan ahí. El vórtice, digámoslo así, se los traga a otro nivel. Estas personas que siguen caminando, han perdido luz y han ganado gluten de oscuridad, y, si te fijas bien, los edificios empiezan a mostrar en sus esquinas unas manchas en forma de venas negras.

No importa si una cuadrilla de obreros va y reconstruye la casa. Ya el mal está hecho. Nunca será la misma casa, y el vórtice no se irá. Todo lo contrario, crecerá, crecerá junto con el gluten en la cabeza de los hombres y la venitas negras de los edificios.

A poco, cunde la enfermedad, la mala mutación y la desmemoria. Todo se llena de hollín, de basura, de aguas negras. El mar comienza a emanar un olor fétido, los peces mueren y a los tiburones le salen hasta diez ojos. Los hombres dejan ver un hilillo de sangre en las comisuras de sus bocas. A los celulares le nacen colmillos. Ya nada es.

El vórtice se convierte ahora en un huracán que comienza a moverse sobre el mundo.

Lleva el nombre de Vórtice Huracano.

En su residencia, el Bestia Temblor está tomando sol en una piscina, la única con agua limpia de todo el Universo. Tiene los ojos cerrados y no se da cuenta de que el Vórtice Huracano se le viene encima y lo cubre por completo. Le lanza mordiscos, lo quiere despedazar, pero el Bestia Temblor sigue dormido, soñando con actrices de televisión que se prostituyen en hoteles cinco estrellas.

Algo le pasa al Vórtice Huracano. Se estremece, siente dolor. Dormido, el Bestia Temblor le habla:

—Tranquila, mamita, no te alteres, así son las cosas con el tiempo.

Desde el centro quieto del Vórtice Huracano se escapa un grito. Las ondas del grito lo dispersan en mil resoplos de muerte y lo hacen desaparecer.

El Bestia Temblor abre los ojos por un instante, bosteza, vuelve a cerrar los ojos y sueña con un mar cristalino y sereno bajo el cual vive una civilización feliz. Ni se ha enterado de la pelea que acaba de tener con el ya extinto Vórtice Huracano.

Fuera de las paredes cubiertas de trinitarias que conforman su casa, han pasado mil años. Los escombros y la basura fabricaron mil torres de Babel, y en entre los restos de esa civilización que nunca fue, transitan seres parecidos a las ratas y a las cucarachas, seres que algunas vez tuvieron forma humana. No recuerdan nada. No recuerdan cómo empezó todo.

Han pasado mil años, efectivamente, pero no me atrevo a decir que esta ruina de mundo pueda llamarse futuro.



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Collages del espacio

Alejandro Armas



Espacio 1






Espacio 2






Espacio 3






Espacio 4



El Gran Bazar

Maria Paula Pulido



Turquía, un lugar exótico, de sultanes y harem, de alfombras voladoras, espadas curvas, de hombres barbudos y con turbantes, de mujeres con velos, bazares, especias, derviches y kebaps. Así me la imaginaba.

Estaba en mi lista de viajes por hacer algún día, y luego de conocer y hacer amistad con una muchacha turca, se hizo efectivamente más factible ir a explorar esos parajes. Un día decidí aceptar su invitación y fui a su casa, en Estambul.

La ciudad de Estambul se reparte entre dos continentes. Está dividida, y unida, por el Bósforo, un canal que separa Europa de Asia, y a su vez conecta el Mar Negro con el Mediterráneo. El Bósforo es una de las vías fluviales más transitadas del mundo, y centro imprescindible de la vida de Estambul. Barcos pequeños, grandes y medianos lo recorren en distintas direcciones, a todas horas, y varias de sus islas sirven de refugio veraniego a los habitantes de la ciudad. Es una urbe que vive de cara al mar.

Uno de los principales modos para moverse son los barcos, que cruzan, incansables, y con las entrañas repletas de gente, el Bósforo y el Cuerno de Oro, una entrada de mar en el lado europeo de la ciudad.

Una tarde, montada en la cubierta de uno de estos botes y rodeada de la gente que volvía de sus trabajos —trajes de última moda, corbatas, maletines y mujeres con tacones—, pensé que era un lujo poder hacer ese trayecto todos los días, romper la rutina y el ritmo acelerado de la ciudad en el paréntesis de este viaje de unos 15 minutos. Respirar el aire salado del mar, ver la silueta de la ciudad con los minaretes de las mezquitas sobresaliendo, escuchar el sonido del agua golpeando el barco, acostumbrarse al ritmo lento de su movimiento y ver las gaviotas que vuelan acompañándolo. ¡Qué afortunados! Este debe ser un pueblo más sano mentalmente que muchos de sus congéneres en otras urbes del planeta.

Vi muchos hombres pescando, viejos y jóvenes, en cualquier lugar con acceso al mar, y sin importar la hora. Algunas mujeres llevaban velo y otras no, pues en la ciudad las costumbres son un poco más relajadas. En los pequeños cafés la gente se reunía a pasar el tiempo con juegos de mesa. El vendedor de alfombras mareaba a los turistas en Sultanhamed, el barrio de las principales atracciones. Hablan todos los idiomas, o al menos lo necesario para vender las alfombras. Y tienen buena memoria. El mismo individuo que se me acercó el primer día, me reconoció dos días después. “¡Venezuela!”, me gritó, y esa vez si me convenció de ir a su tienda y aceptar un té. Me mostró un montón de alfombras y me explicó la diferencia con los Kilim, que son más sencillos y con menos nudos, aunque igual de espectaculares. Fue extremadamente amable aunque no le compré nada.

Desde los minaretes sonaban los cantos llamando a oración, una disonancia parecida a como suenan las campanas de las iglesias en los pueblos de mi país. Era un sonido hipnotizante. Afuera de las mezquitas los hombres se lavaban los pies y los antebrazos. Está prohibido entrar con zapatos. Los turistas pueden visitarlas cuando no hay oración, deben pasar por una puerta secundaria, y las mujeres tienen que cubrirse la cabeza. Adentro, siempre había gente orando en dirección a la Meca, las mujeres en la parte de atrás y los hombres en el centro, bajo unas lámparas impresionantes. Son hermosas esas mezquitas. Las más conocidas en Estambul son la del Sultán Ahmet o Mezquita Azul, y la Mezquita de Suleimán. Aya Sofía, quizás la más famosa, ya no es una mezquita. Era catedral y luego mezquita, o al revés, pero ahora es un museo. Tiene unos mosaicos de su época de templo cristiano, antiquísimos, que son espectaculares, y el domo lo deja a uno sin aliento.

El comercio es otra cosa. En la callecitas angostas y retorcidas de la ciudad antigua, las tiendas estaban organizadas por zonas: la zona de las ferreterías, la de las telas, la de las ollas y cosas metálicas, la de las cestas y la de las cosas plásticas. En el famoso Gran Bazar este orden no era tan discernible, aunque en la zona más antigua del Bazar, que tiene varios siglos igual, están las joyerías. Un mundo de brillos y piedras que contrastaban con los colores de los otros puestos, cubiertos de telas, lámparas, alfombras, ojos turcos (hay que poner uno en la entrada de la casa para protegerse del mal de ojo), y gente comprando y vendiendo. En el mercado hay que regatear, pero cuidado, si se regatea y se llega a un acuerdo, se debe comprar. Es de muy mala educación arrepentirse después de negociar y acordar un precio.

Istiklal Caddesi, la principal calle comercial de la ciudad más moderna, es peatonal y se asemeja mucho a cualquiera de las ciudades europeas como Madrid o París. Un tranvía pasa por el medio y la recorre entera. Allí estaban las tiendas más lujosas, los restaurantes de moda y los sitios nocturnos, aunque saliéndose tan sólo una cuadra mas allá, uno se podía encontrar con un pequeño mercado de hortalizas y pescado fresco, o los tradicionales locales donde se toma té, se fuma tabaco aromatizado en un narguile o se juega algo muy parecido a las damas.

La ciudad es como su Gran Bazar, acelerada y caótica, lenta y relajada. De contradicciones constantes, se mezclan en su interior lo antiguo y lo moderno, lo oriental y lo occidental, lo laico y lo religioso, sin límites ni márgenes, todo junto y sin molestarse, formando esa amalgama, ese rompecabezas, llamado Estambul.

Mi hijo, el arquitecto

Juan Zamora



Imagino que en algún momento, llegué a pensar en ser arquitecto. Quizás cuando armaba grandes formas con mis sempiternos, acrílicos e interconectables bloques de LEGO. Ellos me acompañaban en el intermedio de las comiquitas, y permitían que diera rienda suelta a mi ingenio creativo. Bloque sobre bloque, iba modelando lentamente y con algunos tropiezos, mi obra de arte. Una estructura multicolor que a ratos se tambaleaba, supongo que a causa de lo ambicioso que resultaba el proyecto.

—Juan, mira lo que construyó tu hijo, “¡El Arquitecto!”.
—¿Y qué se supone que es esa vaina?
—Un edificio -respondía mi madre sin titubear ni un milisegundo.
—Yo creo que más bien es un ferrocarril parado y sin ruedas.
—Qué cosa tan rebuscada y tan falta de imaginación.
—Pero es que no es más que un montón de bloques apilados uno sobre otro…
—Que te digo que es un edificio. Y uno muy bonito por cierto. Anda mijo, sigue construyendo que cuando seas grande, vas a ser Arquitecto.
—No será que este carajito, con el cuento de la superpoblación, ya se está imaginando obras que irán, no sé, quizás en las azoteas. Y que servirán para, qué sé yo, albergar gallinas de manera vertical… Jajajajajajajaja…
—¡Mira Juan!, a veces no te soporto. Mejor sigue estudiando tus caballos para las carreras del domingo, a ver si así conseguimos el dinero para enviar a nuestro hijo a una buena universidad cuando sea grande.

Y así continuaban, ellos en su mundo, y yo en el mío. Jugando con el robot que acababa de construir y esperando por el próximo bloque… de comiquitas…

Imagino que en algún momento llegué a pensar en ser arquitecto. Quizás en la secundaria, en las clases de dibujo técnico. Hojas de papel milimetrado, escuadras, transportador, compás y escalímetro. Eso me gustaba. Medir aquí y allá. Y el lápiz HB o el 2H viajando de un punto a otro para trazar dubitativas líneas que pausada y toscamente iban engendrando mi creación.

—Juan, mira el plano que dibujó tu hijo, “¡El Arquitecto!”.
—¿Y qué se supone que es esa… cosa?
—Un edificio -respondía mi progenitora con la seguridad de un político en campaña.
—Yo creo que más bien es una piscina olímpica, si hasta se ven los charquitos de agua alrededor.
—Tú no entiendes nada Juan. Además, parecieras no creer en tu hijo.
—Creo. Te lo juro que creo muchas cosas de él pero, todas me dan miedo.
—En verdad que a veces no te aguanto.
—Si ese carajito sigue “diseñando” esas cosas, lo más seguro es que consiga trabajo, pero en una fábrica de ladrillos, porque todo lo hace igual.
—Juan, mejor vete a hacer tus panes de jamón, y procura vender bastante, a ver si así conseguimos el dinero para enviar a nuestro hijo a una buena universidad. Y deja de estar gastándote el dinero en números de lotería.
—¡Mujer de poca fe!

Y así continuaban, ellos en su mundo, y yo en el mío. Viendo en cuál pared pegaba el dibujo a escala que había hecho de Mazinger Z y esperando por los otros dibujos… los animados…

Imagino que en algún momento, llegué a pensar en ser arquitecto. Quizás cuando entré al negocio de las hamburguesas con mi madre. El concepto era atrayente, las llamaba “Las Arquitectoburguesas”. Tenía “La Rascacielos”, con varios pisos; “La Centro Comercial” que llevaba de todo; “Las torres Gemelas”, se llamaban así porque si alguien lograba comerse una entera, la segunda, con exacta e igual preparación, le salía gratis. Un día me dijo: “yo confió en tu talento, y sé que mientras esperas por entrar a la universidad, podrás utilizarlo en otras cosas; como por ejemplo en este negocio. Inventa algo, una nueva receta, algo sencillo pero, delicioso, que atraiga, que guste, y que nos genere más ventas”. Eso me entusiasmó y, poco a poco, gracias a mi cacumen, pacientemente, pieza por pieza se fue conformando mi invención.

—Juan, mira el exquisito plato que creó tu hijo, “¡El Arquitecto!”.
—¿Y qué se supone que es ese, nuevo, e inútil… intento?
—Un edificio. Jejejeje, bueno, en realidad es una hamburguesa con forma de edificio -respondía orgullosa, la madre que me parió (claro, si no, ¿entonces?).
—Yo no me como esa porquería ni a palos.
—Juan, por amor al cielo, ¿es que nunca vas a confiar en tu hijo?
—¿Ya tú la probaste?
—No, pero yo creo en él y en su capacidad para crear, para construir. Él, algún día será arquitecto, y grandes estructuras llevarán una placa con su nombre.
—Una placa bien grande es lo que deberíamos colgarle en el cuello, una que diga: “Si lo encuentra, por favor no lo devuelva”.
—¡Basta Juan!, prueba de una buena vez la bendita hamburguesa.
—¡Ay coño! Esta vaina está congelada, casi me vuelo los dientes.
—¿Cómo que congelada? Ah, bueno Juan, a lo mejor se le olvidó decirme que…
—Esto es una piedra, no se puede comer. Pero, ¿a quién se le ocurre?
—No exageres Juan, debe haber una equivocación. Mira, mejor ve a darle una vuelta al puesto de las hamburguesas, y ve si se vendió algo, recuerda que necesitamos dinero para enviar a nuestro hijo a la universidad. Y definitivamente, lo del loto millonario, nunca va a funcionar.
—Lo que no funciona es el cerebro de tu…
—¡Fuera!, ¡vete ya!

Y así continuaban, ellos en su mundo, y yo en el mío. Viendo qué nombre le podía poner a mi helado de paleta con sabor a hamburguesa, y esperando a ver cómo Pedro Picapiedra y su amigo Pablo devoraban sus “Brontohamburguesas”…

Imagino que en algún momento, llegué a pensar en ser arquitecto. Quizás cuando finalmente llegué a la universidad, a estudiar arquitectura, o al menos eso era lo que pensaban en casa. Iba de facultad en facultad repartiendo volantes que prometían “Noches interminables de diversión e inconciencia”, y detallando con ojo crítico cada estructura o más bien, escultura que pasaba frente a mí. Secretarias, oficinistas, profesoras, niñas bien, chicas malas, lo más variopinto en cuanto a féminas se refiere. En verdad se veía cada monumento… Y entonces nació en mí una nueva vocación, que igual tenía que ver con medidas, curvaturas, figuras, texturas, es decir; algo tan bello como la mismísima arquitectura. “Mujeres”, esa fue mi perdición. Cinco años repasando una y otra vez las mismas materias y viéndoles la cara a los mismos profesores. Viejos y nuevos compañeros iban y venían, y yo, en el mismo semestre siempre. Muchos llegaron a pensar que realmente estaba perdiendo mi tiempo pero, yo no lo creía así porque... mi padre al fin estaba orgulloso.

—Teresa, llegó tu hijo, y mira a quién trajo para cenar.
—¿Mi hijo el dizque arquitecto? ¡Já! ¿Y con quién vino ahora?
—Jejé. Bueno chica, algún día se gradúa, algún día. Pero mira, vino con Ángela.

“La nueva adquisición”, susurraba el viejo en mi oreja mientras clavaba suave pero, repetidamente su codo en mi costado.

—Y quién carrizo es esa tal “Ángela”.
—La altota. La que parece un edificio... Jejejeje… -respondía mi insuflado padre.
—Esa es otra. La anterior se llamaba Jazmín, y decían que parecía un apartamento tipo estudio, chiquita pero con todo lo necesario…
—¡Ya Teresa, basta! Termina de quitarte los tubitos esos que tienes enrollados en la cabeza, cámbiate la bata, y sal a atender a nuestra invitada.
—¿Nuestra invitada? ¡Míralo a él, pues…!
—No seas antipática chica, y sal de una buena vez. Anda que yo tengo que salir a comprar el “raspaíto” de esta semana, a ver si nos ganamos un dinero para montarle una oficina a tu hijo después que se gradúe.
—Eso será el año del rinoceronte, o la jirafa, o de cualquier otro animal que definitivamente no figura en ningún calendario…

Y así continuaban, ellos en su mundo, y yo en el mío. Viendo las turgencias de mi nueva amiga, que por cierto, se parecían a las de She-ra, o a las de la Mujer Maravilla, o a las de Gatubela, o a las de Tormenta, o a las de…

Mi madre ya se convenció de que nunca seré arquitecto, y mi padre… bueno, mi padre está muy ocupado llamando a las líneas 0900, esas que prometen el triple ganador. A los 38 años todavía no sé qué hacer con mi vida; sin embargo, aún sostengo que quizás en algún momento llegué a pensar en ser arquitecto. Por ahora, seguiré tratando de dilucidar mi futuro mientras prendo la TV y busco a ver qué hay de nuevo ¡Ah, miren, El Hombre Araña VIII!

—Mamá, ¿me preparas una “Rascacielos”?
—¡Cuando seas arquitecto!
—¡Gracias!



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El gran chaparrón

José Javier Rojas


El cielo encapotado anuncia tempestad

Como todo buen hijo de oriental, me encanta el casabe, esa torta ancestral que nos regalaron nuestros aborígenes. Pero eso sí, solo en mis comidas, no como material de construcción. Lamentablemente, y como es del dominio del público, Caracas toda está hecha de casabe. Le caen tres gotas, y la urbe se disuelve, la capital se desmenuza como el casabe en una sopa caliente. No hablamos de lluvias monzónicas, ni de huracanes o tifones. Nada de tsunamis ni de Krakatoas al este de Java. Apenas un aguacero recio se manifiesta en el pluviómetro, nos pone tan en serios aprietos que se hace de titulares a ocho columnas.

El verbo colapsar se conjuga con ligereza pasmosa en las radios venezolanas. Cuando una vaguada puso de rodillas al país en 1999, un reputado locutor dijo a quienes lo sintonizábamos ansiosos que la catástrofe era absoluta, pues engolando para acuñar la frase pegajosa de quien vende laxante nos soltó aquello de: “La Caracas que conocemos, ya no existe”. No quedó validado su dramático aporte para la historia, como sí quedó el del reportero que se condolía de la humanidad en el estallido del Hinderburg (ref web 1) porque aquí estamos, y aquí seguimos. Llevando palazos como una piñata, pero existimos. Al menos, hasta que el próximo chaparrón termine nuestra precaria existencia de una buena vez. Eso sí, la puntilla no tendrá que ser nada bíblica ni en sonido Dolby Surround, porque un poco de empeño basta y sobra para poner en evidencia a los mentecatos que se hacen llamar autoridades y que nos dejan, nunca mejor dicho, con el culo a la intemperie. La vida es tan dura y somos tan frágiles…

Es pertinente destacar que mentecatos, papanatas y demás florituras aparte, fuimos nosotros quienes les dimos y les damos el garrote, una y otra vez. Nuestros mandatarios tienen nuestro mandato, pues somos nosotros quienes se lo otorgamos cuando concurrimos a escoger quién entre nosotros debe responder ante nosotros. Si no queda claro, repito, nosotros. No una raza alienígena, ni semidioses mitológicos, ni demonios del averno. No la CIA, Kaos, Control, ni ninguna agencia del recontraespionaje. No una logia de banqueros, tampoco una secta de grafiteros y menos una peña de tangueros. Nada de conspiraciones, libreros uruguayos y demás brujerías engaña bobos: nosotros nos gobernamos. A lo bestia, pero nosotros al fin y al cabo. Esto es lo que hay y hasta aquí hemos llegado. A trompicones y jipando, pero hemos llegado. Se sufre pero se goza. Mi rancho es su rancho (ref web 2).



Todo cuenta

Saul Bellow, el escritor ganador del Pulitzer y del Nobel, reflexionaba en una conferencia acerca de su relación con su sweet home Chicago usando una larga cita de un arquitecto. Cito la cita que citaba sobre la ciudad que amaba:

“Para seguir ilustrándome paso, en el mismo librito (The Becht Goddest Success), al artículo del famoso arquitecto Louis H. Sullivan, que durante tantos años trabajó en Chicago. Esto es lo que nos dice:

“Sus edificios son como ustedes; y ustedes son como sus edificios. Ustedes y su arquitectura son la misma cosa. Lo uno es el retrato fiel de lo otro. Estudiar lo uno es estudiar lo otro. Interpretar lo uno es interpretar lo otro”… El equilibrio entre vida cotidiana y vida espiritual se manifiesta en lo que uno tiene delante de los ojos. Ahora bien, me he paseado por Chicago la mayor parte de mi vida e indudablemente me han influido sus calles, casas, fábricas, bloques de oficinas, rascacielos, edificios de seis apartamentos, pero no estoy de acuerdo en que Chicago y yo nos reflejemos por completo el uno en el otro…"

“¿Creen que la arquitectura es algo libresco, una cosa del pasado? ¡Siempre ha sido del presente, de sus contemporáneos! ¡Ahora también es del presente y les pertenece! La arquitectura se avergüenza de ser natural, pero no de mentir…La arquitectura de nuestro tiempo está llena de hipocresía y pretensión. Igual que ustedes, aunque lo nieguen. La arquitectura está neurasténica; del mismo modo que ustedes, que tratan de abarcar demasiado… Esta arquitectura carece de serenidad: señal evidente de un pueblo desequilibrado… No saben lo que significa la plenitud de la vida: son unos seres desgraciados, febriles, trastornados. Esos edificios exaltan vulgarmente el dinero; y ustedes colocan al dinero por encima de Dios."

"Lo adoran veinticuatro horas al día: ¡es su Dios! Esos edificios muestran la falta de grandes pensadores, de hombres de verdad; aunque hoy, viendo el extremo al que han llegado, tienen una desesperada necesidad de grandes pensadores, de hombres de verdad. De vez en cuando, sin embargo, algún edificio denota integridad; lo que indica el mismo grado de integridad en ustedes. No todo es falso. El fermento que haya en sus edificios, es el que se encontrará en ustedes. Peso por peso, medida por medida, signo por signo: ¡su arquitectura, son ustedes!”

(Tomado de Todo Cuenta, Del pasado remoto al futuro incierto, de Saul Bellow, en Biblioteca de Bolsillo de Random House Mondadori. Barcelona, 2007)



La caída

Albert Speer (ref web 3), el ministro de armamentos de Hitler, era arquitecto personal y hombre de la absoluta confianza del Führer. Como tal, tuvo acceso casi ilimitado al círculo íntimo del dictador y vivió de cerca su ocaso en el bunker durante los estertores finales de la batalla de Berlín. En una escena al principio de La caída, la taquillera película de 2005 que en buena parte está inspirada en las extensas memorias de Speer, Hitler diserta ante una maqueta (ref web 4) monumental de la nueva ciudad que piensa erigir acerca de la conveniencia circunstancial de que la capital del Reich esté siendo destruida por los cañones del Ejército Rojo, pues era más fácil despejar los escombros que remodelar y demoler paso a paso para volver a levantar las edificaciones de su ciudad ensoñada. Aunque asistimos como público a la escenificación de los últimos momentos de un demente, no podemos dejar de reconocer la lógica de un razonamiento tal: reconstruir sin destruir es una tarea titánica y es más fácil partir de la tábula rasa. Los megalómanos llevan a cabo sus planes urbanísticos sobre quien sea y cueste lo que cueste, y ahí están los monumentos de la antigüedad y los palacios de la Ilustración para atestiguarlo. La historia los absolverá, se creen ellos.



No hay cola que dure cien años

Nuestras ciudades empezaron a serlo antes del advenimiento del automóvil. Los cambios que antes marchaban digamos, a paso de carreta, pues ahora van a la carrera y por la carretera. Autopistas surcan la ciudad y la transforman, no siempre para mejor. En nuestra experiencia local, casi nunca es el caso. La modernidad de nuestros distribuidores de tránsito se nos volvió atraso en una generación. Más ruido, más congestión, más humo en apenas cincuenta años de uso. La paradoja de avanzar tanto para quedar detenidos en un atasco. La ciudad moderna no puede avanzar ni un paso más sin un verdadero sistema de transporte público. La supervivencia y la cordura nos va en ello: un sistema que sea integral, que funcione y satisfaga las necesidades de la ciudad que somos y de la que seremos, que no quede vencido y saturado apenas al rato de ser inaugurado (ref web 5). No que sea fácil, menos que sea barato empezar tan tarde y con el juego a estas alturas del partido, pero no tenemos alternativa: un gran plan con grandes obras de remodelación urbana asentarán, por efecto o por defecto, a la ciudad que será una metrópolis de decenas de millones de habitantes en apenas un parpadeo.

Esos tristes pañitos calientes que anuncian los mentecatos como si fueran soluciones viables, sostenibles en el tiempo son insultos a la inteligencia y a la buena fe que sus electores han depositado en ellos. No que los planes ambiciosos (ref web 6) sean infalibles y a prueba de mentecatos y tramposos (ref web 7). En la construcción de una vía subterránea que cambió la cara y la calidad de vida de Boston, el Proyecto de la Arteria y Túnel Central, o como le llamaron en plan despectivo por la cuantiosa fortuna y los años de tira y encoge que le costó a los contribuyentes, El Gran Hueco, la ciudad se volvió el blanco favorito de las bromas y el hazmerreír nacional.

La polémica sigue alcanzando todavía al Big Dig a pesar de las maravillas de la ingeniería que coronó para ser una realidad: un hombre murió cuando una placa hecha con malos materiales le cayó encima. El escándalo ha llevado a la cárcel a contratistas inescrupulosos en medio de la indignación de la opinión pública y políticos que ven en entredicho sus futuros. Pero ahí está el proyecto recién inaugurado, acortando el tiempo, ahorrando el combustible que se desperdiciaba en colas interminables y mejorando la calidad de vida al recuperar espacios para el disfrute de la comunidad.

Antes de que llegue el gran chaparrón, o después de que pase el temblor, en mejores o peores condiciones, tendremos los caraqueños que sentarnos para planificar y pararnos para ejecutar. Experiencias tan complejas como las de Boston son un mejor referente del tipo de retos a los que nos enfrentamos: ahí está el BusCaracas, que con una ingeniería deficiente, subestimó lo que, en principio, tiene que hacerse de todas maneras. Lo otro es sentarse a esperar a que El Gran Arquitecto se canse de darnos tantas oportunidades y empiece a hacer nuestro trabajo sin nosotros: que abra al Guaraira Repano y deje entrar al mar para que nivele este reguero fétido.